Parece increíble cómo siempre el cine español le ha dado la espalda a su historia. No, no se hacen tantas películas de la Guerra Civil como parece, no tantas como para tener que colgarle a la industria el sambenito, ni tantas como un hecho histórico de tantas proporciones merece. Y no digo que no se hagan, puntualmente, acercamientos a nuestro pasado y presente sino a que, con lo que podríamos contar, los films producidos a tales efectos son mínimos. Y tenemos tela, mucha tela que cortar. Tan solo lo relatado en El hombre de las mil caras daría para una serie de diez capítulos digna de la mejor temporada de The Wire si la ficción española fuese más que una barra de bar, un chiringuito, una criada andaluza y un adolescente problemático. Es por ello que la nueva película de Alberto Rodríguez es un milagro necesario, sin tener siquiera en cuenta el resultado final que, si bien dista de ser insatisfactorio, ya adelanto que se queda un peldaño por debajo de La isla mínima y otro de Grupo 7.
Es meritoria la capacidad de síntesis que ejerce Rodríguez al condensar en ciento veinte minutos una historia con tantos meandros, callejones, sobres, maletines en los que sería fácil perderse. Su caligrafía es ágil y poderosa; el ritmo que ejerce sobre la película, esa manera fluida y enérgica de contar las cosas (aún con sus baches) impide que el espectador se abrume o baje la guardia; sus puntuales toques de (suave) humor ayudan, también, a que lo farragoso resulte liviano. Todos estos elementos, empero, acaban por llevar a El hombre de las mil caras a un proyecto menos personal de lo que hubiésemos esperado de alguien que se atrevió a mirar, cara a cara, al thriller coreano. La historia de Paesa requería más virulencia o si se quiere, un humor más destructivo. Pareciera como si Rodríguez quisiese acercar esa historia, nuestra historia, a cuánto más público mejor, apoyándose en el (temible) recurso de la voz en off, que aquí funciona a medias, pues, en ocasiones, no hace sino subrayar lo que ya nos están mostrando las imágenes. Además, y esto puede resultar un problema personal, la película se centra demasiado en el episodio con Luis Roldán, dejando el antes y el después de Paesa en unos prólogos y epílogos, quizás, un poco apresurados. Y si Rodríguez, acertadamente, al tratarse de una historia real, apuesta por contar la historia de manera cronológica, no se entienden esos pequeños flashbacks explicativos, a la manera del cine de misterio. Si el espectador ya conoce el lío de los papeles de Laos, ¿para qué darle un toque de thriller? Y si le quiere dar el toque de thriller, ¿por qué realizar unos flashbacks tan confusos y fugaces?
Uno de los principales escollos que presenta El hombre de las mil caras es la identificación del personaje con el espectador, tratándose de personas reales e incluso aún vivas. Eduard Fernandez realiza una parsimoniosa transmutación de Paesa, no limitándose a la mera imitación chusca de TV. Sin embargo, no podemos decir lo mismo de Luis Roldán, interpretado por Carlos Santos: ¿es que no hay dinero suficiente en la industria del cine español como para que un truco de maquillaje quede bien? Además de su pobre caracterización, Santos parece no encontrarse demasiado conforme con su interpretación, abrazando la sobreactuación en determinados momentos.
Leyendo todo esto, pareciese como si estuviera diciéndole al espectador que no se acerque a El hombre de las mil caras. En absoluto. Ojalá gente del talento de Alberto Rodríguez estrenara todas las semanas una película que se dedicara a tocar los cojones al Estado de la manera tan inteligente y ambiciosa (en términos de querer llegar a cuánta más gente, mejor). Solo siento que Alberto Rodríguez podría haber seguido esa senda tortuosa, íntima y personal que inició con Grupo 7 y que alcanzó una madurez apabullante en La isla mínima. Quizás le vengan mejor, permítanme el chiste, las historias ‘mínimas’. Mi mente no paraba de pensar en la gloriosa película que podría haber salido de la cabeza de Alberto Rodríguez si le diese por llevar a la gran pantalla, no sé, el crimen de Puerto Hurraco, por ejemplo.