Isabelle es una mujer que está cansada de dar tumbos, en busca del hombre perfecto, o quizás no tanto, que la acompañe y la soporte, y la cuide y la haga feliz. En París se respira amor, o eso dicen los tópicos, y aunque sea invierno o el cielo esté cubierto, hemos de activar nuestro sol interior. Isabelle no se da por vencida, por mucho que se rodee de bastardos, pusilánimes, machitos de tres al cuarto con la mentalidad de un adolescente acomplejado, clasistas impenitentes y acosadores disfrazando, avispadamente, unas estupendas intenciones.
Vemos, por lo tanto, encuentros entre Isabelle y varios hombres que la pretenden. Dejando que aflore la miseria de cada cita por medio de la palabra, con unos rostros pernamentemente enmarcados en primer plano, como si el cuerpo, en ese momento, fuese la mera vasija de un rostro. Un rostro con un par de ojos que, en el caso de Isabelle, brillan intermitentemente, que se avivan como el fuego cuando se ve correspondida pero que se apagan, sin remisión, cuando el eterno masculino hace acto de aparición.
Claire Denis retrata a Isabelle en Un sol interior de un modo delicado, tierno, sin limar tampoco las asperezas que pueda tener su personaje. Por contra, despliega una mirada furibunda contra todo (o casi) personaje masculino que entra en plano. Y es esa mirada, justamente, la que hace de Un sol interior una película obligatoria. Porque si en la comedia romántica al uso la mujer siempre, al final, acaba por encontrar su alma gemela, en esta ocasión nada parece ir a su favor. El hombre se presenta como un estorbo, con esas lecciones paternalistas o esas inseguridades fruto de verse obligado a adoptar el rol de macho alfa. Y al final se da cuenta que lo que necesita es mirarse dentro y alcanzar, por fin, el sol interior al que hace alusión al título. Aunque esto, lástima, tenga que decírselo, también, un hombre.
A pesar de la verborrea que destila toda la película, Denis es capaz de elevar su obra por encima del teatro filmado, con una naturalizad exacerbada y, por supuesto, una espléndida Juliette Binoche que, en ningún momento es Binoche, y en todo momento es Isabelle. Como decíamos con anterioridad, es un motivo de alegría y jolgorio que una película dirigida por una mujer de más de 70 años e interpretada por otra de 53 pongan en su sitio al hombre machirulo, condenado a repetir las mismas manías una y otra vez, por mor de conservar su lugar, privilegiado, en la sociedad. Ojalá más como ellas.