De vez en cuando uno se encuentra algún tweet que parodia la compulsiva necesidad de algunas personas de dar las gracias. No sé hasta qué punto soy una de ellas, pero me precio al menos de ser educado. Será por eso que me llame tanto la atención no haber escuchado a ningún personaje de esta película dar las gracias en ningún momento. Desde entonces, sólo he podido pensar en ello. La hija de un ladrón cuenta la historia de una madre de 22 años que lidia no sólo con su hijo sino con su hermano y su padre, un ex convicto del que apenas puede fiarse uno. Con esa situación, los favores se suceden – no les queda otra -. Belén Funes no deja de poner en situaciones comprometidas a una protagonista que lucha a contracorriente, una mujer que sale adelante a duras penas, que reclama lo que es suyo, que apoya a quien tiene a su alrededor y que tiene miedo aún así de quedarse sola.
Sara no da las gracias, a veces me da por pensar que no lo hace por principios. A quien lo pasa mal hay que ayudarlo sin esperar nada a cambio. O no lo sé. Quizás lleva tanto tiempo sufriendo que no tiene la cabeza para hacer concesiones. Lo vemos en su día a día, una constante cuesta arriba con la que debe lidiar. Eso al final afecta tu capacidad de relacionarte con la gente, y fácilmente diría que de eso va La hija de un ladrón, de nuestros lazos con los demás y sobre todo de nuestro miedo a ser heridos.
Si parezco demasiado dubitativo, disculpadme. Lo cierto es que Belén Funes ha conseguido lo que no muchas películas del estilo alcanzan. Llevamos varios años enfrentándonos a operas primas similares y no son muchas las que destacan. Verano 1993, Carmen y Lola y ahora La hija de un ladrón son obras que dejan espacio para que el público saque sus conclusiones sin lanzar botellas al mar. Saben lo que quieren contar, pero no dejan que su visión estropee la del respetable. Eso es digno de admiración pues no son muchas las que en el proceso sobreviven sin haber sacrificado su capacidad de sorprender. Belén Funes, a quien parece que la soledad le aterra, se rodea de actores con una complicidad encomiable. Sara y Manuel, padre e hija dentro y fuera del film, se manejan entre el cariño y el desprecio con dolorosa soltura, haciéndonos olvidarnos por un momento de lo que transcurre más allá de los mismos. Aquí la elocuencia de la imagen no es relevante; dejar que el espectador se sienta culpable por observar y no poder ayudar resulta ya bastante convincente. No obstante, en esa dosis de realismo que pesa sobre los hombros de Sara quizás haya también un pequeño toque sensacionalista al estilo de Cafarnaum, donde la miseria no vale más que para alimentar el morbo de quien encuentre goce estético en las desgracias ajenas.
No lo sé, todo depende. Me gusta que La hija de un ladrón me deje dándole vueltas al asunto. Esa era su intención, no cabe duda. Belén Funes entra por la puerta sin sorprender demasiado – no será la primera opera prima que lleve un tema social con la cámara al hombro -, mas nos da lo que necesitábamos: un tema en el que pensar. No sé si por ello habría que darle las gracias.
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