En ocasiones la magia del cine está en conseguir que una historia intimista y, por qué no, mundana, resulte fascinante. Puede que Fue la Mano de Dios no encaje al cien por cien en ese calificativo, pero se queda muy cerca. Con un Óscar bajo el brazo por La gran belleza y, quién sabe si otro en camino, Paolo Sorrentino escribe y dirige este viaje a su adolescencia donde nos enseñará cómo una serie de dichas y desdichas lo llevarán a dedicarse al cine. Netflix distribuye la cinta, apuntándose previsiblemente otro tanto gracias al aclamado director italiano.
El alter ego de Sorrentino en Fue la Mano de Dios es Filippo Scotti (desde ya, una joven promesa) que interpreta a Fabietto Schisa. La vida del chico y de su familia transcurre en Nápoles de forma tranquila y descarada, durante la época en la que Diego Maradona llegó a la ciudad para jugar en el equipo local. Sin saberlo, el futbolista será determinante en el destino de todos de ellos. Esa existencia divertida y acomodada de la que disfrutaba Fabietto, dará paso a una etapa de duelo y de descubrimiento personal que lo definirán como persona.
Paolo Sorrentino ya ha demostrado que es muy hábil a la hora de decidir cómo contarnos una historia. Desde el principio, consigue que sus personajes tengan una idiosincrasia muy marcada. Vale que en la vida real no hay familia normal, pero aun así, el film retrata al clan Schisa de manera tan orgánica que nunca llegamos a dudar de que pueda existir una familia tan estrafalaria. Desde la atractiva, pero perturbada tía de Fabietto, pasando por sus bromistas padres (fantásticos Teresa Saponangelo y Toni Servillo), hasta la enfurruñada matriarca, todos nos demuestran que la vida hay que vivirla disfrutando más y preocupándose menos. Y que sí, que los problemas son parte de la misma, lo que cambia es la actitud con la que nos enfrentamos a ellos.
La película nos hace deleitarnos con el sinsentido que es vivir, enmarcando la trama en la singular ciudad de Nápoles durante la década de los ochenta. Sirva de ejemplo el descubrimiento de su sexualidad por parte del protagonista o la descarga de ira de varios familiares contra la abuela.
El mayor acierto del guion llega cuando un hecho trágico lo cambia todo porque Fue la Mano de Dios no pierde su tono humorístico y, se ayuda de él para hacernos comprender que precisamente ahí está la clave, en encontrarle sentido al sinsentido que es la vida. Por eso, tramas secundarias que estaban condenadas a no ir a ninguna parte acaban resultando entrañables y necesarias en esta historia. Estamos por tanto ante un largometraje que mima los detalles, empezando por la fotografía de Daria D’Antonio, que hace que la urbe italiana deslumbre. Cada fotograma tiene su importancia, o quizás ninguno la tenga. Pero sea una opción o la otra, nunca te llegas a preguntar ¿Por qué me cuentan esto?
Aun así, diez minutos menos de duración hubieran bastado para salir del cine con la misma magnífica sensación con la que Fue la Mano de Dios nos impregna. Si toda historia personal fuera contada como lo ha hecho Paolo Sorrentino con su nueva película, sería muy difícil no dejarse atrapar por ella.