Tras el viaje al futuro que supuso El dormilón Woody Allen se planteó varias opciones para su siguiente película (como terminaría siendo habitual en su carrera). Al final se decidió por una ambiciosa comedia situada en la Rusia napoleónica y que parodiaría a grandes escritores como Dostoyevski y Tolstoi. Desde entonces la parodia de grandes obras de la alta cultura se convertiría en marca habitual en el cine de Woody Allen: ya habíamos visto ramalazos en Sueños de un seductor, Todo lo que quiso saber sobre el sexo y El dormilón. Hay que señalar que la parodia en el cine de Allen siempre se realiza desde el cariño y la admiración hacia el parodiado y nunca existe un ánimo de minusvaloración.
La última noche de Boris Grushenko toma prestado en su título original, Love and death, el recurso de las dos palabras en el título en la línea de Guerra y paz y Crimen y castigo, pero además llena la película de referencias al cine de Chaplin, los Hermanos Marx, Bob Hope, Eisenstein y, ante todo, Ingmar Bergman. Y lo mejor es que de todo este improbable refrito sale una película divertidísima en la que el tandem Allen-Keaton vuelven a demostrar estar hechos para estar juntos en una pantalla. Aquí es donde Diane Keaton confirmará su papel de payasa que viene interpretando hasta nuestros días. En ese momento, solo le quedaba demostrar que podía ser una excelente actriz más allá de la mera diversión. Carisma nunca faltó, solo le faltaba el buen papel.
Pero sobre todo La última noche de Boris Grushenko es el gran salto de calidad cinematográfica para el Woody Allen director que comienza a experimentar con el medio como muchos realizadores americanos de los 70. Allen se siente liberado de la simple sucesión de gags y comienza a jugar con anacronismos, dialécticas filosóficas y la sempiterna historia de amor toma tintes trágicos a pesar de estar todo enmarcado en un contexto de comedia. Aun siendo una comedia pura y dura, La última noche de Boris Grushenko no escatima en desarrollar diatribas sobre la muerte, la existencia y el sentido de la culpa, haciendo gala de su condición paródica de la gran novela rusa.
La historia del pobre Boris, que planea acabar con Napoleón mientras se pregunta a si mismo si lo que pretende entra dentro de un orden moral, tiene muchos tintes de los personajes de Bananas, Toma el dinero y corre y El dormilón y la asunción que éstos tenían del absurdo mundo en el que vivimos se hace aun más patente. Todo ello sin perder la compostura, porque solo Woody Allen puede hablar de la culpa, Sócrates, los homosexuales y un herpes en el labio en un solo minuto y salir triunfante.
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