La filmografía de Terrence Malick, especialmente en sus inicios, está repleta de parejas que se enfrentan a la sociedad. El ejemplo más claro lo tenemos en Malas Tierras y Días del cielo, sus dos primeros largometrajes. No obstante, en ambos se trataba de amantes que huyen de las autoridades por cometer delitos, a diferencia de lo que ocurre en Vida oculta, una obra de madurez del director estadounidense.
Aquí nos volvemos encontrar a un hombre y una mujer, el austríaco Franz Jägerstätter y su esposa Fani, que se oponen a un gobierno, el de la Alemania de Hitler, que quería enviar al hombre a la guerra para matar a otros seres humanos, un asunto que iba en contra de sus arraigadas convicciones católicas. Los dos son castigados por su atrevimiento: ella se encuentra frente a la reprobación social y él ante una sentencia de muerte.
No obstante, quizá el gran tema sea el poder del libre albedrio, un asunto tratado por filósofos cristianos como Santo Tomás de Aquino, que el protagonista masculino ejerce al negarse a participar como soldado porque contravenía sus profundas creencias.
Frente al mundo de los hombres, aparece la belleza y la dureza de la naturaleza creada por Dios, otro asunto recurrente en el autor de La delgada línea roja. Resulta significativo a este respecto que el cineasta se recree en las bucólicas imágenes amorosas del protagonista y su mujer en el campo, pero también aquellas otras que reflejan las duras labores agrícolas y ganaderas.
Todo ello mostrado por la fotografía de Jörg Widmer, colaborador habitual de Malick, que refuerza el encanto de los paisajes y parece moverse con soltura, libertad y un increíble halo poético entre los actores. Un reparto que nunca sobreactúa ni acude a la solemnidad del viejo cine de estampita. August Diehl encarna a Franz Jägerstätter como un hombre íntegro, pero sin ninguna conciencia de esa beatitud que la Iglesia Católica le acabó otorgando, mientras que Valerie Pachner interpreta sin aspavientos a esa esposa profundamente enamorada capaz de apoyar a su esposo hasta la muerte.
Quizá el gran problema de Vida oculta es una tendencia a subrayar una y otra vez los mismos aspectos. Hay una excesiva propensión a recrearse en el preciosismo visual y las reiteraciones acaban restando fuerza a una película de extraña poesía que vuelve a poner de manifiesto la inquebrantable de personalidad de un cineasta capaz de generar pasiones y odios intensos.
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