No solamente todos los diciembres, sino que todos los meses deberíamos poder llevarnos a la boca una pieza como Perdidos en París, una comedia muy visual y gestual en la mejor tradición del cine burlesco, ese cine que desborda poesía y ternura, muy capaz de reavivar nuestra mirada infantil asombrada ante la pantalla en blanco.
Como se sabe, la aparición del sonoro a finales de los 20 decantó el humor hacia la palabra, con las comedias de enredos, largas parrafadas, elipsis creativas o parlamentos sin sentido: es un territorio fecundo donde se instalaron cómodamente —y practicaron con un nivel de excelencia— Lubitsch, Capra, Hawks o los hermanos Marx. Ese estilo llega hasta nuestros días en que, cuando hablamos de comedia, básicamente nos referimos a un humor verbal, heredero de la escena teatral.
Esa opción dejó un tanto orillado otro tipo de humor, el que predominó en el cine mudo con Buster Keaton, Charles Chaplin, Harry Langdon, Harold Lloyd o Mack Sennett, en la tradición de la pantomima de los espectáculos callejeros, donde el cuerpo es soporte y mecanismo para la risa, con sus caídas, carreras, dislocaciones, contorsiones imposibles, gestos y máscaras transformadores… Con el sonoro estos cómicos sufren una crisis seria: llegan a rechazar las películas habladas y sólo con dificultades mudan sus herramientas expresivas. Sin embargo, el burlesco no se queda obsoleto ni se ve superado por el cine sonoro y el tiempo proporcionará figuras y obras interesantes como las de Jacques Tati, Pierre Étaix o, en la televisión, Benny Hill y Mr. Bean; además, se ha desarrollado en formatos particulares, como el cine de animación.
Las diferencias entre la comedia y el cine burlesco son notables, no solo respecto a la preeminencia de la palabra o la gestualidad, sino sobre todo, por el estilo de humor y el espectador que presuponen. La comedia puede ser más intelectual, ácida, refinada o irónica: no todo el público sintoniza con cualquier humor y bien puede suceder que un sector adore a Woody Allen, a otro le fascine los Monty Python y haya minorías militantes del universo particular de Amanece que no es poco. El burlesco siempre tiene un talante primario e ingenuo, infantil porque invita a sentirnos el niño que hemos sido.
La australiana Fiona Gordon y el belga Dominique Abel protagonizan y dirigen esta estimulante y colorista Perdidos en París que es una viaje por los equívocos y percances (la fatalidad de caerse al Sena o de confundirse de finada en un entierro), los absurdos burocráticos, la confusión de roles, el postureo de restaurantes de lujo, la resistencia de los ancianos a ser confinados en residencias y otras situaciones que muestran una sociedad ridícula en la que los dos personajes sobreviven más felices que indignados. La ciudad de París adquiere nuevas miradas, más encantadas, y su torre emblemática se erige en protagonista en una secuencia. Como siempre sucede en este tipo de películas, los sketches y los capítulos individuales sobresalen por encima de un argumento que se justifica para concatenar las situaciones y darle fluidez al relato.
El espectador ha de recuperar su mirada de niño y dejarse emocionar y sorprender por la poesía y ternura de esta fábula, y con el devenir de Fiona y Abel, pobres gentes que nunca pierden la compostura y salen airosos hasta de las peores situaciones. No hay grandes carcajadas en Perdidos en París, pero la sonrisa es permanente en un relato muy atractivo en el diseño de producción, con colores pastel y localizaciones llenas de encanto. Al pie de la estatua de la Libertad parisina descubrimos en este filme a una espléndida pareja de comediantes —ahora habrá que recuperar los tres largos y los cuatro cortometrajes que han rodado— que han aprendido mucho y bien de la centenaria tradición del cine burlesco y de la milenaria de la pantomima.