Mamoru Hosoda tiene entre sus constantes un par de temas que le delatan cuando vemos sus obras. Una de ellas es la infancia. En Wolf children, la vida de los pequeños niños va en comunión con el esfuerzo de su madre. Del mismo modo, Mirai, mi hermana pequeña hace hincapié en el proceso de crecer y las vicisitudes que conlleva. El giro está en el punto de vista, más centrado ahora en el pequeño Kun, que ve trastocados sus privilegios cuando su hermanita aparece en casa. Hosoda, dentro del panorama actual, es el director de animación más costumbrista en Japón, lo cual extraña viendo el carácter fantástico de casi todas sus películas. Sus imágenes son pausadas por lo general, pintorescas. Es un director propenso a los planos generales y a las situaciones cotidianas. El Hosoda que nos habla de la familia en sus últimas entregas se acerca a la realidad y el detalle del día a día. En Mirai no mirai, las tensiones familiares se nos antoja cercanas: los celos, la rebeldía del hermano mayor, el agotamiento de la rutina, el trabajo y el cuidado de los hijos… Son asuntos cotidianos llevados con absoluta ligereza, rondando en la fina línea que separa el tópico manido de la identificación del espectador.
Por otro lado, la fantasía no ha sido quizás el punto fuerte de Mamoru Hosoda. Siempre lo ha llevado a un terreno occidental, el que separa con precisión el elemento sobrenatural de la realidad pura. Lejos quedan los límites difuminados de Satoshi Kon, lejos queda la imaginación desbordante de Hayao Miyazaki. Japón siempre ha estado más dispuesto a asumir la ruptura de la realidad y es por eso que la animación nipona siempre ha sido un nicho exclusivo en el Oeste. Hosoda siempre tuvo ese lado racional a la hora de crear sus historias. Volviendo a Wolf children, el elemento de fantasía es asumido como algo maravilloso que rompe con lo conocido a pesar de ser la faceta menos relevante. Lo mismo ocurre en Digimon. Con Mirai, mi hermana pequeña, Hosoda se aventura sin salirse de la linde ya marcada por otros. Lo fantástico sigue asumiéndose como algo onírico, pero se hace caso omiso a la justificación pues, ante todo, estamos en la imaginación del pequeño Kun y, por tanto, las estructuras racionales son más endebles. No deja de ser algo ya visto, sólo hay que fijarse en obras como Donde viven los monstruos o, por cercanía, Mi vecino Totoro.
Bajo esta capa de fantasía, Hosoda retrata cómo sus protagonistas aprenden a través de la experiencia. En las aventuras de Kun está la perseverancia y el riesgo como elementos de superación y madurez. La genealogía y la herencia familiar, vinculado a lo oriental, actúa una vez más como espejo al que mirar y aprender sobre la vida y uno mismo. Como en La chica que saltaba a través del tiempo, la culpa florece para enmendar los errores cometidos, pero ahora también refuerzan la formación de una nueva identidad, una nueva persona, una nueva personalidad.
Mirai, mi hermana pequeña es una nueva entrega de un autor consumado sin más pretensiones que contar con el corazón. No ha sido una gran experiencia, de esas que dejan un marcado poso en nuestro interior. Ciertamente, Wolf children alcanzó una cima que Mirai apenas roza, no por deficiencia sino por irrepetible. A Mamoru Hosoda le interesan los mismos temas y no tiene problemas en repetirlos con buena mano. Ante todo, destaca por su buen hacer, y esta es prueba de ello.
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