En estos cínicos tiempos que vivimos, donde la inocencia y la candidez cotizan claramente a la baja, una película como Mi amigo el gigante de Steven Spielberg es una evidente anomalía. De hecho, podríamos decir que el último cine del director estadounidense apela a una continua reivindicación y nostalgia por los tiempos pasados: Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio, War Horse, Lincoln y El puente de los espías son todas miradas a un tiempo en que todo estaba por hacer; películas con un toque naif e incluso anacrónico del que no se escapa Mi amigo el gigante.
La película de Spielberg toma como base El gran gigante bonachón de Roald Dahl, libro escrito en 1982, tiempo en el que también se desarrolla el filme. El hecho de que la película se sitúe en unos indeterminados años 80, situación en la que tampoco se hace especial hincapié pero que adivinamos debido a la presencia de determinados personajes históricos, no deja de ser otra reivindicación por parte de Spielberg de un tiempo en que éramos algo más inocentes. Esta inocencia es la que reivindica Mi amigo el gigante; la inocencia que nos permite sorprendernos y abrir la boca de asombro. En unos tiempos digitales donde parece que todo lo imaginado puede ser plasmado en pantalla, donde nuestra capacidad de sorpresa cada vez se reduce más, una película como esta viene a decirnos que todavía estamos a tiempo de crear imágenes donde podamos ejercer nuestro derecho a la fascinación y, sobre todo, a soñar.
Porque, digámoslo ya, uno de los temas principales de Mi amigo el gigante es la inagotable capacidad de soñar, una capacidad que vamos perdiendo conforme crecemos. Spielberg acude una vez más al mito de Peter Pan, mezclado con algo de Alicia en el país de las maravillas, para plantear un mundo donde los adultos son en principio poco más que monstruos hasta que nuestra particular Alicia encuentra otro grupo de adultos comprensivos y abiertos de mente al mundo de la fantasía. Por supuesto no puede ser casualidad que la guionista sea Melisa Mathison, la misma de E.T. El extraterrestre, película que comparte similar esquema argumental.
Aun así, Mi amigo el gigante no alcanza cotas sublimes (John Williams se encuentra poco inspirado; la integración entre elementos digitales y humanos sigue causando extrañamiento) y, probablemente, si no viniese firmada por Steven Spielberg la trataríamos con mayor condescendencia aún. Esto no quita que las interpretaciones de Mark Rylance y Ruby Barnhill deslumbren en un duelo interpretativo donde el soberbio actor británico brilla bajo su máscara digital y la joven debutante aguanta el tipo sin resultar cargante. De todo modos, el maestro sigue estando ahí y su puesta en escena siempre imaginativa hacen de Mi amigo el gigante una nueva rareza que ha sufrido el ninguneo por parte de Disney, desaparecida de los títulos de crédito, y del público impaciente que, de forma similar a lo que ocurrió con las aventuras de Tintín, no ha sabido apreciar la sensibilidad de una obra sacada de un tiempo donde éramos más inocentes. No me extraña que Spielberg tenga a Guardianes de la galaxia como su película favorita de Marvel.
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