En la ficción el público siempre es un ingenuo, crédulo ante las mentiras que observa. El cine es un relator de mentiras, a veces para contar la verdad, a veces para refugiarnos de ella. Acercarnos o no al artificio del arte dependerá de lo satisfechos que estemos con el mismo, pero poner de manifiesto el autoengaño al que gustosamente nos queremos someter nos permite darnos cuenta de la necesidad de evadirnos hacia aquellos embustes que nos ayudan a sobrevivir a la realidad. Hirokazu Kore-eda desarrolla La verdad en su similitud con esa gran mentira que es el cine: durante el rodaje de la película dentro de la película – una ilusión que viene de la pintura (el cuadro dentro del cuadro) – verdad y mentira, sinceridad y autoengaño, se disfrazan de su opuesto para funcionar.
La familia más allá de los lazos de sangre es la gran verdad con la que Kore-eda busca convencernos a cada película. Tras Un asunto de familia, sin embargo, vuelve al núcleo familiar más convencional, aunque tengan sus más y sus menos. Me haría gracia suponer que es otro enfoque de afrontar su lucha, es decir, mostrando los defectos de la familia de sangre en vez de las virtudes de la familia adoptada. Lo dudo, también os digo. Hay un poco de Tennesse Williams en La verdad, en esa idea de la apariencia como parapeto frente al exterior. Es algo que incluso vemos en la propia casa, una villa esplendorosa al lado de una prisión. En ese intento de aunar arte y vida Kore-eda vuelve a jugar con su aparente realismo, uno entrañable pero alterado por la propia visión. Este no es un autor que deje la ventana abierta a una realidad con el mínimo tamiz posible, pero en esta ocasión el japonés se apega a esta decisión como si le fuese la vida en ello. En La verdad, no hay más verdad que la de la lección que se nos quiere dar. Hay naturalidad en lo que vemos, sí, es el factor clave que hace del cineasta japonés un referente, pero es una naturalidad alterada por la amabilidad que le caracteriza.
A pesar de que el director de De tal padre, tal hijo nos ofrezca una realidad sesgada, nos deja espacio suficiente para sacar conclusiones. Ante todo, nos pone en una tesitura, una que se repite en el tiempo (de abuela a madre y de madre a hija) y en la ficción de la película. Después nos deja a nuestro antojo en ese complejo juego de realidades mientras desarrolla la relación entre Fabianne (Catherine Deneuve) y Lumir (Juliette Binoche). No obstante, dicho juego no es sino un lienzo sobre el que la historia se soporta: una vez visto no hay desarrollo. Es por ello que La verdad resulta redundante a la larga, cual chicle sin sabor. Hirokazu Kore-eda adapta muy bien su retrato a una idiosincrasia a la que no está acostumbrado – no en vano los valores familiares de Japón dista de la falsedad que pueda haber en el hogar de una actriz francesa en decadencia -. Eso otorga a esta obra un valor especial que, junto a su particular visión amable, convierte a esta mentira en una grata verdad a creer.