Se estrena hoy La boda de Rosa, una película escrita y rodada sin que nadie pudiera prever la emergencia sanitaria que nos atenaza desde hace meses. El azar ha querido que esta cinta, que inaugura el Festival de Málaga —primer evento presencial en el mundo del cine en la era de la mascarilla— resulte más que oportuna y sintonice con el público de forma muy directa.
En efecto, la historia de La boda de Rosa nos viene bien porque ilustra cómo reinventarse tras una crisis, tomar las riendas de tu vida, cómo mirar de frente los problemas y buscar una salida, sin lamentaciones, autoengaños ni pesimismos. Por ello creo que la figura de Rosa, que protagoniza esta historia, nos resulta modélica: no se trata de una heroína ni es una persona excepcional, tampoco hay épica alguna en su comportamiento; más bien su vida y su entorno familiar son comunes y reconocibles por los espectadores. Se trata de una mujer bien entrada en los cuarenta, con una hija emancipada, cuya vida acaba asfixiada por amigos, vecinos y familiares que abusan de su buena disposición para hacer favores. Un buen día, Rosa escucha a una actriz ensayar las palabras de compromiso del matrimonio (“quererse, ayudarse, respetarse… hasta que la muerte nos separe”) y toma la decisión de casarse consigo misma (sic); es decir, imprimir a su vida un cambio de rumbo y, a partir de ahora, cuidarse y quererse más, lo que conlleva evitar los abusos de que es objeto y realizar sueños postergados desde hace tiempo. Su gesto no tiene nada de heroicidad ni adopta pose alguna; se limita a hacerlo público organizando en una cala junto a Benicassim su particular boda.
Rosa tiene que frenar a su hermano y a su padre que, sin mala voluntad, hacen de ella una “chica para todo”; deja su piso y quiere irse a vivir al pueblo, donde va a rehabilitar el taller de costura de la madre. Tiene la ilusión de un nuevo trabajo, más creativo y libre. Obviamente, todo el entorno se le pone en contra; su hija regresa desde el extranjero y necesita ayuda; su padre y sus hermanos no entienden esa decisión. Y el medio novio —que también se apoya en ella— se mosquea con esa extraña boda.
La película pone de relieve las contradicciones de nuestro modelo de familia, con una fuerte cohesión pero con el riesgo de anular las individualidades; en esta historia se aboga finalmente por la tolerancia y la aceptación desde el cariño: a Rosa no la entienden muy bien en sus decisiones, pero la apoyan sin fisuras. Creo que este comportamiento es sintomático de las transformaciones que ha experimentado la familia española en las últimas décadas. Y ello tiene un valor de análisis social que añade al que supone el personaje de Rosa, representativo de un tipo de mujer entregada hasta la anulación de sus deseos y sueños.
Podemos decir que La boda de Rosa es un filme de luminosa costa mediterránea que eleva nuestro espíritu. Bien escrito y rodado, con la profesionalidad y rigor a que nos tiene acostumbrados su directora, Icíar Bollaín, cuenta con la interpretación más que convincente de Candela Peña. Se inscribe dentro de la comedia dramática, pero como esta fórmula resulta muy general, habría que hablar de comedia vitalista, esperanzada; sin engañosos falsos optimismos ni asomo de manual de autoayuda. Con el realismo de quien considera que los seres humanos somos tan torpes como dignos (y necesitados) de cariño. Una estupenda película para el regreso a las salas, pues ya se sabe que la comedia gratifica más escuchando las risas del público.
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