El actor Viggo Mortensen ha demostrado que podía conquistar los mercados mundiales con cine de género y productos de enorme impacto (El señor de los anillos) y, sin contradicción alguna, apostar por proyectos más autorales como Una historia de violencia o, particularmente, Lejos de los hombres. Lo que no se podía esperar fácilmente ha sido su paso al otro lado de la cámara con una película tan solvente y madura como Falling, que también escribe, produce y cuya música compone. Para mi gusto falta un poco de contención en la banda sonora y en la duración, pero no hay arritmias, el relato siempre es creíble y la dirección es acertada.
Encarna en ella a John, un hombre ya maduro, pareja de un enfermero y padre de una niña de unos diez años, que tiene que ocuparse de su anciano y demenciado progenitor Willis. A lo largo del metraje vamos asistiendo en tiempo presente al viaje de ida y vuelta de Willis con su hijo desde una granja perdida en la nieve hasta la casa de John en California; el anciano resulta insoportable, homófobo, caprichoso y agresivo en las relaciones sociales, pero el hijo no tiene más remedio que cuidarlo. Se va rememorando el pasado de la infancia y adolescencia de John y de su hermana, con los desprecios que soportó su madre, el divorcio y la nueva vida de Willis, un tipo que cuidaba mejor a sus caballos que a su familia.
Mortensen piensa en esta historia —que dedica a sus hermanos— durante el viaje de regreso del entierro de su madre, pero esta película tan americana se entronca en esa tradición tan recurrente del cine USA de conflictos de desencuentros y ajustes de cuentas en la relación de padres e hijos. Que el tema de Falling no sea nuevo no significa que la película esté sabida: y ese es un mérito nada desdeñable.
A diferencia de otras generaciones y épocas, ahora los padres viven más años y los hijos maduros tienen que ocuparse de ellos; asimismo, los cambios de una generación a la siguiente son mayores que en otros momentos históricos, porque las costumbres y modos de vida evolucionan más rápido. Willis representa el ciudadano de la América profunda, votante natural de Trump, que defiende el patriarcado y el rol subordinado de las mujeres, y rechaza la homosexualidad de John. Por el contrario, su hijo John está a años luz, casado con una persona de su mismo sexo y con una hija no biológica.
El desencuentro está servido pero lo que plantea la película con mucho acierto es cómo gestionar esas diferencias ideológicas y cómo tener paciencia y cuidar un ser con conductas y opiniones repugnantes. O sea, cómo amar al enfermo y al adversario cuando es de tu misma sangre.
Ahí Falling no se decanta por ninguna tesis: se limita a ponernos en situación y mostrar la paciencia, generosidad, comprensión y, en definitiva, capacidad de amar de un hijo en circunstancias muy adversas. Se viene a plantear que los padres pueden ser muy injustos, sectarios en el tiempo pasado que vivieron y prepotentes en las necesidades de cuidado médico actuales; y, con todo, no hay otro camino que asumir la obligación de ocuparse de ellos y de amarlos a pesar de ellos mismos. No por casualidad en todos los códigos morales y legales del mundo aparece el cuarto mandamiento del Sinaí.
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