Quentin Tarantino está profundamente enamorado del mito cinematográfico. De esas estrellas que ascienden al firmamento de Hollywood y se quedan allí, para ser admiradas por toda la eternidad. Y, desde que empezó a triunfar con Reservoir Dogs, se ha querido ver como miembro de ese panteón de viejos y nuevos dioses fílmicos. Para asegurarse ese puesto decidió, en 2012, dar un volantazo a su carrera, afirmando que tan solo haría diez películas en una entrevista para Playboy (ya sabéis, periodismo de calidad). Podría, después, haber recogido cable y hacer como si nada, pero, con el tiempo, se ha ido enamorando de la mera idea del director talentoso que decide recoger los bártulos después de diez peliculones (más o menos) y quedar como una leyenda. Sin darse cuenta de que con diez, con quince o con veinte películas, se ha ganado el rango de leyenda sin necesidad de gimmicks.
Y así, casi sin darnos cuenta de que estamos ante la etapa crepuscular de la filmografía de Tarantino, el director se saca de la manga una película totalmente diferente a lo que nos tiene acostumbrados. Érase una vez en… Hollywood es un film de alguien que sabe que no necesita demostrar nada pero, pese a todo, va a hacerlo. Es una de sus películas más imperfectas, sin que eso signifique en absoluto que sea mala (aprendamos a abrazar la imperfección, por favor). Por otro lado, ningún film dirigido por él lo es. Si un director se retira diciendo que su peor película es Death proof, un chiste mal contado a posta nacido de la fascinación por las dobles sesiones, puede irse con la cabeza bien alta.
Como digo, Érase una vez en… Hollywood no es una de sus mejores obras. Es más bien una sucesión de historias más o menos cortas en las que seguimos a dos personajes tratando de hacerse un hueco en el Hollywood de los años 60. Estos sketches, a veces divertidos, a veces violentos, a veces dramáticos, son el testamento de un Tarantino que nos está avisando que su tiempo como cineasta está llegando a su fin, y quiere dar todo lo que tiene dentro de sí. Por decirlo de otra manera: es fácil encontrar paralelismos entre el de Tennessee y Rick Dalton, el personaje interpretado por Leonardo DiCaprio.
Rick Dalton ha sido el más grande, el más reconocido, el más querido… pero siente que su mejor etapa ha quedado atrás, y no sabe cómo volver a estar en la primera plana de nuevo porque teme no ser recordado en el futuro y que su nombre, simplemente, se evapore. Se siente torpe, se siente estúpido y cree que no debería estar ahí a veces, pero cuando consigue expresar lo que lleva dentro, deja a todo el mundo anonadado (en una secuencia que es, ya, historia del cine). No es difícil ver a Tarantino como un outsider de un mundo del cine que ya no reconoce como suyo, tratando de ganarse las alas y el reconocimiento en cada película… Y capaz, pese a todo, de dar siempre lo mejor de sí mismo (eh, nadie dijo que fuera humilde).
Dalton es el personaje más interesante de la película, cubierto de capas y de subtexto: no solo es la imagen de un Hollywood que se renueva y no teme en dejar a sus viejas glorias atrás. Es también el terror de cualquier estrella del cine a no ser inmortal, a no ser reconocido, a acabar sus días siendo completamente olvidado. A buen seguro, Leonardo DiCaprio, que hace un papel estelar, quizá el mejor de toda su carrera (por este sí que merecería el Oscar, ¿podemos hacer intercambio con el de El renacido?), puede identificarse con él, especialmente en un par de escenas que Tarantino parece envolver con un lacito como regalo para el actor.
Al lado de Dalton está Cliff Booth, un doble de acción cuyo objetivo no es ser el mejor ni el más recordado, sino sobrevivir viviendo a su manera. Y “a su manera” incluye zurrarle la badana a Bruce Lee, hacer de chófer para Dalton, parar en viejos sets de rodaje fantasmas para ver a viejos amigos y, simplemente, vivir de manera despreocupada. Booth es el contrapunto perfecto de Dalton, un personaje carismático y arrollador lastrado por su ímpetu loco y su poca ambición. Aunque puede parecer el alivio cómico (y lo es en muchas ocasiones), no nos confundamos: está repleto de matices que se dejan entrever aquí y allí: su pasado trágico, su aguante ante la adversidad, su fidelidad hacia su amigo del alma y quien le rodea…
A Booth le interpreta un Brad Pitt más Brad Pitt que nunca, en un papel con el que se siente muy cómodo, y es algo de agradecer: en cada uno de sus movimientos se nota que cree en el proyecto, en el personaje y sabe darle un tono único. Para un actor que, a día de hoy, puede hacer lo que quiera en Hollywood, una película que le una a Tarantino y DiCaprio es un caramelo demasiado dulce como para no comérselo. El resultado, un acierto a todas luces. Cada vez que ambos actores comparten plano, es un testimonio del cine de nuestra generación que Tarantino quiere conservar, de los diálogos chisposos, el glamour y el star system. Y es que es posible que Érase una vez en… Hollywood se convierta, con el paso de los años, en un testamento del cine de estrellas (estrellas que, salvo Tom Cruise y estos dos, ya casi son simple caldo del cine de acción palomitero) que imperaba en Hollywood hasta hace no tanto.
A estos dos personajes se une un tercero, que es el error más grave de la película: Sharon Tate. Sus escenas están totalmente desligadas del resto del filme, y muestran la ilusión de una estrella en ciernes cuyo futuro parece fulgurante. Y hasta aquí puedo leer. Es una pena que una estrella de la crónica negra de Hollywood, cuyo perfil podría haber sido tan interesante, se quede en un par de pinceladas. Aunque entiendo que Tarantino huye del biopic, muy sabiamente, no tiene sentido introducir este tercer eje si el tratamiento que se le va a dar es el de mera comparsa sin unión. Es fácil ver el juego al que quiere jugar el director, pero se ha enredado con sus propias reglas. Una pena, porque Margot Robbie entiende bien a Tate. No en vano, su fama viene de un lustro a esta parte, y sabe impregnar de ilusión a un personaje, por lo demás, tristemente transparente, plano y falto de interés.
No mentiré: no terminé de entrar nunca en la película al cien por cien, aunque sí en alguno de los set pieces que Tarantino prepara para el goce de su audiencia más fiel. Su falta de argumento lineal y su convencimiento de contar diferentes retazos de la vida de Dalton, Booth y Tate sin unión entre ellos es tan beneficioso para encontrar una parte encantadora como difícil para hallar una forma de cohesionarlo todo. Agradezco que no quiera repetirse y hacer siempre una película nueva, pero, aunque sus 160 minutos se me pasaron como 90, hubiera agradecido una tijera a mano para aligerar algunas de las secuencias (incluida una en la que presenta a tres personajes sobreescribiendo sus nombres en pantalla, un recurso que no vuelve a utilizar y que resulta algo incomprensible).
No es culpa de Quentin Tarantino: su audacia tras la cámara, tanto en el guión como en la dirección, es absolutamente arrebatadora, y el problema es más en la unión de las piezas del puzzle que en las piezas en sí mismas. Esta es una historia que habla del Hollywood de los 60 con distancia irónica, sí, pero también con cariño, nostalgia y una atención al detalle exquisita. Para ello, el director ha estudiado las películas de la época y los encuadres, movimientos de cámara, tonos e intencionalidades, adaptándolos con absoluta maestría a los cánones y la tecnología del siglo XXI. Planos como la llegada de Booth al set de rodaje fantasma, la última oportunidad de Dalton en televisión o alguno de sus muchos paseos en coche se ven reflejados en el tramo final de la película, donde el director decide soltar todo lo que lleva dentro, como si hubiera estado cargando las pilas durante todo el filme y no aguantara más. Tampoco engaña a nadie: si vas a ver la novena película de este director, ya sabes a lo que te enfrentas, para bien o para mal. En este caso está más sosegado de lo habitual… hasta que deja de estarlo.
Érase una vez en… Hollywood es un pequeño milagro cinematográfico que sabe que no es una obra maestra. Es una película que en manos de otro director no triunfaría, pero que Tarantino sabe llevar firmemente y sin miedo. Es un cuento moderno y violento, y al mismo tiempo una película artística. Es amor por el cine de bajo presupuesto y el spaghetti western. Es una obra de la que no quieres contar spoilers porque esperas que todo el mundo pueda formarse su propia opinión. Es todo lo que cabe esperar de una película crepuscular de uno de los autores cinematográficos más importantes del siglo XXI, que no va a dejar de contarnos su visión del mundo hasta el último minuto, sea Star Trek, sea Kill Bill 3 o sea algo completamente nuevo. Es una de las piezas audiovisuales más importantes de 2019.
Y, qué narices, nadie quiere perderse el inicio del fin, aunque para ello haya que volver a los años 60.
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