Siempre es agradable e interesante escuchar a una persona mayor que cuenta una historia significativa sobre su pasado. No solo por la simple y natural curiosidad de saber qué pasó, sino porque el hecho de transferir todas nuestras expectativas de futuro a alguien que ya ha cumplido las suyas propias, es algo que suele apaciguarnos; sentarnos frente a alguien que se encuentra en un hermoso momento de retrospección y resignificación, escogiendo sus hitos, sus aprendizajes, sus arrepentimientos y disfrutando de una nostalgia sosegada y conforme. Algo así es El sentido de un final, una película basada en la célebre novela del mismo nombre, The sense of and ending, escrita en 2011 por el autor británico Julian Barnes, un hombre de 71 años con una extensa carrera literaria a sus espaldas. Del mismo modo, me imagino que su bagaje de historias y encuentros personales, y de otras índoles, será también una larga espiral hacia su pasado llena de puertas entreabiertas que necesitaba, o bien cerrarlas, o bien comprender por qué se quedaron así.
El protagonista de El sentido de un final es Tony Webster, interpretado por el adorable Jim Broadbent, un hombre jubilado de vida tranquila y puntuales rutinas inglesas, que se topa con un recuerdo que detona obsesivamente un proceso de reconstrucción de un conflicto pasado sin resolver. Es así como se plantea un guión magníficamente adaptado a lo visual, basado en la narración de una historia a partir de las interpretaciones subjetivas de nuestros propios eventos del pasado. Nuestros recuerdos son tan subjetivos, y a su vez estuvieron tan “sujetos” a tantos factores cognitivos, que podríamos decir que existe un pasado diferente sobre un mismo evento, según la mente que lo recuerde. Y no solo se trata de la acción de recordar, sino del propio valor o interpretación que le otorgamos al evento en el momento en que ocurrió, lo que en definitiva nos hizo tomar una decisión u otra, e inevitablemente ha venido construyendo nuestra memoria selectiva hasta el presente.
El sentido de un final (tanto el guión original, como la película , e incluso el propio título como concepto universal) quizá sea precisamente la necesidad de conocer las fugas de nuestra propia historia. De este modo, el suspense del filme se crea a través de estas fugas, lagunas y «malinterpretaciones» de los recuerdos del protagonista. Como espectadores, seremos igualmente víctimas de esta caprichosa retrospectiva de Tony Webster; será muy difícil anticiparse al curso de la película (puesto que ya todo había sucedido en el pasado, pero ni él mismo lo sabía), y nos sorprenderemos al mismo tiempo que él , cuando descubra que no todo fue tan bonito como él recordaba. Pero nada tiene que ver esta historia con la culpa, la decepción, el rencor o el lamento por los errores del pasado. Muy al contrario, es una película rebosante de paz, aceptación y conciencia reposada. Tal y como me había imaginado yo el propio proceso del autor, la película deja esa sensación de viajar en espiral hacia el pasado. En espiral para poder colocarte en determinados puntos que permitan mirar tanto hacia arriba como hacia abajo, y restablecer el equilibrio de nuestra historia personal, cerrando puertas o anclando patas cojas, pero simplemente aceptándolas sin juzgar. Un ejercicio muy bonito, y una película muy bonita, sin más.