Cuando en 1990 muchos de nosotros acudimos al cine a ver la última de Stallone, Tango y Cash, poco sabíamos que estaba dirigida por un director ruso de larga y prestigiosa carrera en su país. Lo que recuerdo es que leyendo alguna crítica de la película (sí, con quince años hacía esas cosas) observé que alguno de los críticos echaban en cara a Andrei Konchalovsky que vendiera su talento al Hollywood más comercial. La experiencia americana de Konchalovsky no fue precisamente un camino de rosas: fue despedido de la película protagonizada por Stallone y acabó paseándose por producciones televisivas de bajo fuste como La Odisea con Armand Assante. El año pasado el director ruso volvió a relucir con El cartero de las noches blancas, consiguiendo el premio al mejor director en el Festival de Venecia.
Lyokha ejerce su oficio de cartero a los habitantes del lago Kenozero con el esmero de un viejo artesano; con su barca va recorriendo los diferentes parajes a la vez que va descubriendo que las cosas están cambiando. En cierto modo estamos ante un retrato colectivo en la línea del cartero de Día de fiesta: como François, Lyokha ve como el progreso y la tecnología van abriendo nuevos caminos en la comunidad. De hecho, junto al lago se sitúa una estación espacial que planea lanzar un satélite al espacio.
Konchalovsky relata con tranquilidad y parsimonia la vida de estos rusos interpretados por actores no profesionales, una de las bazas para una película que basa su ánimo en la cotidianidad de las situaciones. El ánimo antropológico es claro aunque las historias no tengan todas el mismo calado y entidad que dote a El cartero de las noches blancas de más peso. En cierto modo, estamos ante una película que juega en una liga parecida a la reciente Leviathan, pero sin llegar a su grandeza. De todos modos, El cartero de las noches blancas es mucho más optimista y la eterna luminosidad de su fotografía otorga un halo de esperanza a sus personajes. Pero no demasiado que esto es la Rusia de Putin.
El cartero de las noches blancas muestra aun así un vistazo siempre lleno de humanidad a como nos enfrentamos a los cambios y nos adaptamos a ellos. El viaje de Lyokha con el hijo de su amiga a la ciudad supone un aliento de aire fresco a un progreso que no entiende que no debe ser denostado. Del mismo modo que el viaje de Konchalovsky de Estados Unidos a Rusia tuvo sus problemas, el viaje de Lyokha también los tiene pero acaba siendo el de la asunción de que los tiempos ya no son los mismos. Ni mejores ni peores. Solo diferentes.
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