Cuando se supo de las precuelas de Star Wars, tendría unos dos años. No pude entender por entonces lo que podrían haber sentido los fans (y el público general) ante tal noticia, pero estimo que sería algo parecido a lo que yo sentí cuando oí por primera vez el nombre «Blade Runner 2049″: alegría, emoción y, por supuesto, miedo. Miedo porque amar no significa siempre hacerle bien a aquello que aprecias, miedo porque, a veces, amar puede ser más egoísta que altruísta. Paul W. S. Anderson afirma que la clave de las películas de Resident Evil es su amor por la saga, pero ello no implica conocer lo que la hace única. Volviendo a Star Wars, un nombre tampoco garantiza el éxito aunque camines la milla larga para ofrecer algo distinto. Lucas quiso expandir su universo y, en el proceso, mutó su esencia convirtiendo un western futurista con caballeros medievales en un thriller político de segunda clase. Amar, aunque imprescindible, nunca es suficiente, y menos si la nostalgia motiva tus actos, pero muy de vez en cuando ocurren «milagros», pequeños destellos de luz en un mar de tinieblas. Y uno de ellos se llama Blade Runner 2049.
El primer fotograma de la película es el primerisimo plano de un ojo. Uno ya podría pensar que lo que viene a continuación es un refrito nostálgico como Trainspotting 2, pero en seguida la escena muestra algo completamente distinto. Cualquiera podría suponer que la presencia de Harrison Ford no va más allá del fan service, de ir a lo fácil, mas si antes hablaba del amor, ahora hablo de respeto. Esto es algo que ya ha dicho todo el mundo: Dennis Villeneuve entiende que fue y es Blade Runner, y al contrario de tantos otros, va a la esencia de la obra original, a los conceptos que la definen, e interioriza su universo en vez de limitarse a copiar nombres de aquí y de allá. Las referencias al pasado son las justas para hacerte ver que estamos en el mismo lugar pero en otro tiempo y el papel de Deckart en el film enlaza con su discurso, sin dejar de lado el cariño y la nostalgia.
Pero volvamos de nuevo al universo Blade Runner. Si la película original daba pequeñas pinceladas de su mundo (el centro Los Ángeles en concreto), el canadiense amplia el radar a otras zonas y no escatima en gastos ni en tiempo para recrearse en la experiencia sublime tan característica de la ciencia ficción, lo cual da para un sinfín de trabajos de investigación. La clave, no obstante, es que nuestro director comprende los valores de silencio y sutileza. Es más, teniendo en cuenta su filmografía, es el cineasta idóneo para este trabajo y no hay que irse muy lejos: en La llegada impera ese tono trascendental característico de la obra de Dick y de la ciencia ficción clásica; su preciosismo por la imagen, su maravillosa narración visual… Comparad los primeros compases de Sicario con el comienzo de Blade Runner 2049 y sabréis a lo que me refiero.
Por otro lado, me alegra enormemente ver cómo han sabido mantener el efecto de evocación de la original, algo indisoluble de su esencia. Temía que, de nuevo al igual que Star Wars, ampliar su universo perjudicara el poder evocador de la obra, pero a diferencia de Lucas, Villeneuve sabe contenerse. Parte de la experiencia estética de lo sublime reside en abrumar al espectador reduciendole frente al poder de la inmensidad. En el momento en el que el hombre comprende su mundo, tiende a reducirlo. Desde la revolución de los transportes e Internet, todo nos parece más cerca que nunca y, por tanto, más comprensible. Blade Runner no puede permitirse perdernos de ese modo, pero una secuela ha de ampliar de alguna manera. Así que amplía, pero lo justo para dejar el resto a la imaginación y no distraer de lo que de verdad importa: nuevas zonas, mejoras de la tecnología analógica de los 80 sin abandonarla del todo… Incluso los cortos previos que narran los sucesos anteriores a 2049 se acogen a esta directriz, destacando por encima el magnifico anime de Shinichiro Watanabe, creador de Cowboy Beebop.
El otro gran pilar, como no, es el mensaje filosófico y existencialista, algo característico de la ciencia ficción literaria en la que se enmarcan las «ovejas eléctricas» de P. K. Dick. Y es en este punto donde no llego a ver con exactitud si es un acierto o, más bien, un intento. La cinta de Ridley Scott no podía, como no, basarse en una exposición ensayística, el cine no es un medio apropiado para ello, la literatura sí. No obstante, su reflexión tenía un claro hilo conductor que formaba un discurso bastante unitario: los replicantes y su motivación. A través de su observación y pensamientos, dilucidábamos el resultado final. En Blade Runner 2049, ese foco se pluraliza y cada personaje muestra una visión distinta sobre el asunto (el mismo que hace 30 años) de la humanidad. ¿Qué nos hace humanos? Parece que el mensaje se supera hacia nuevos horizontes y se acerca al transhumanismo, pero el discurso se diluye tanto que llega al límite que separa el mayor grado de sutileza y la falta de atención sobre el mismo. Este es el punto que más me ha crispado y el principal motivo por el que sigo dándole vueltas a la cabeza, mas me inclino a pensar que ciertamente la obra alcanza sus objetivos, viendo a los personajes de K (Ryan Gosling, cuya inexpresividad le viene que ni pintado al papel) y Joi (Ana de Armas, con algunos momentos a la altura de Her).
Puede que la culpa sea del ritmo excesivamente lento de la obra, sobre todo en los primeros compases, donde se puede volver un poco redundante. Quizás por ello siento que el mensaje se diluye más de lo normal, pero al final del día, las grandes virtudes de esta obra despejan las nubes de mi mente. Blade Runner 2049 aprovecha su condición de secuela reboot, en un ejercicio casi de metaficción, para reflexionar sobre el pasado y los recuerdos. Esto es lo que le pido al regreso de los clásicos: respeto y amor por su predecesor, saber que pretendían más que absorber sin más un lore que no se llega a comprender. Me alegra ver que, a día de hoy, mi escepticismo pueda verse curado al fin.
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