Nunca digas su nombre

Nunca digas su nombre, y mi negra bilis

Qué retorcida debe ser la mente del ser humano para que haya gente que dedique su amor y su tiempo completo a aterrorizar a sus semejantes, ¡y si no, que se lo digan a Hitchcock! Sin llegar a ser un amante del género, he de reconocer que me fascinan sus artimañas y entresijos, pues no hay nada que hable mejor de nosotros mismos que el miedo. Desde Poe y Lovecraft hasta Insidious o Déjame salir, pasando por Alien o La cosa, los artistas han visto en el terror una creativa manera de estimular nuestro morbo y, para ello, han ido ideando a lo largo de los años un complejo entramado de convenciones, tópicos, argucias y triquiñuelas para que el respetable no sienta alivio alguno ni siquiera en la conformidad de su hogar. A menudo, son cosas simples, manías de cualquier mortal que, vistas desde el prisma adecuado, pueden explotar el mayor de los terrores -no os hagáis los duros, seguro que sois de los que no pueden sacar el pie fuera de la cama. Así pues, siendo este un campo tan labrado, es curioso que existan películas como Nunca digas su nombre, que no sólo no da miedo, sino que tampoco asusta.

Nunca digas su nombre

La película abre con un plano secuencia de un hombre armado que acosa a familiares y amigos a los que interroga sobre si han difundido «el nombre». Vale, bien, ya sabemos que es un nombre que conlleva peligro, pero aún no sabemos el porqué, por lo que se crea el misterio. Sin embargo, esto dura más bien poco, primero porque el guión hace lo posible para evitar que el espectador medio sume dos y dos, y segundo (y esto es lo que más me revienta), porque la escasa sutileza de los primeros minutos desaparece rápidamente como si el visionario que estaba detrás de todo el tinglado le hubiera dejado el mando al becario. Nunca digas su nombre tiene miedo de perder la atención del espectador, por lo que rechaza cualquier tipo de innovación o experimentación. La planitud de la trama, carente de temas o profundidad psicológica, entristece por esa pérdida de potencial: estás ante un villano que con sólo revelar su nombre crea paranoia a su antojo, como creador podrías haberte vuelto loco con las posibilidades, pero la escasa tensión que puede crear dicha confusión dura escasos segundos. Siempre se sabe cuando algo es real y cuando no, y salvo en el giro final, nada de esto causa el efecto deseado porque la desconfianza entre los protagonistas se toma muy a la ligera.

Esto no ayuda a crear una atmósfera adecuada. El terror requiere ahondar en los miedos más irracionales del hombre, jugar con lo que se muestra y lo que se sugiere, lo que se evoca. No necesitas jump-scares para dar miedo, porque el miedo no se crea en el momento presente, sino que se construye en el pasado para que te acompañe en el futuro. El terror de ahora se basa en el susto fácil: saltas, te ríes, liberas tensiones y sigues con tu vida, pero el verdadero terror es aquel que, horas después, no te deja dormir. Nunca digas su nombre, por otro lado, no es capaz ni siquiera de asustar, pues no dedica tiempo a construir la situación. Se vale de tópicos y sustos carentes de suspense que se valen más de una música poco original y menos aún imaginativa en su uso.

Aun así, la premisa del poder de la palabra es un buen filón. En muchas obras existe el asunto de la prohibición: desde Adán y Eva, las ansias de conocimiento y la curiosidad se ha visto como una lacra para uno mismo, a menudo enlazado con la locura. Frankenstein es el ejemplo más evidente del progreso como peligro, pero algo tan sencillo como mirar, algo aparentemente inocente, puede traer consecuencias nefastas. Lo prohibido, además, te permite jugar con la evocación y la sugerencia para apelar a la curiosidad del espectador e incidir en ese aspecto de la naturaleza humana. No obstante, si el film trata algún tema como este en algún momento, «lo sentimos, no era nuestra intención». Así pues, tenemos al malo encapuchado de turno haciendo cosas de malo como acercarse a los protagonistas, estar de pie a sus cosas y haciendo acto de presencia como si fuera un funcionario que solo va a fichar.

De verdad, siento una desgana absoluta de hablar de Nunca digas su nombre. Sencillamente, no merece la pena ni decir qué está mal porque la película ni se molesta en querer ser algo. Y no me vengáis ahora con discursos sobre la pretensión, porque ni si quiera hay un esfuerzo por ofrecer algo sólido: muchas de las situaciones son absurdas, las conversaciones son repetitivas y cansinas, y por si fuera poco tenemos al padre del año llevando a su niña de 5 años a un botellón. Simplemente, no voy a recomendar esta película. Es todo. No voy ni a elaborar este texto lo más mínimo porque no lo merece. Ahorraos el dinero, haced algo productivo e id a ver Demonios tus ojos, o algo.

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