La última vez que fui al cine era jueves. El coronavirus solo empezaba a ser una temática recurrente en los cuplés de las chirigotas que sonaban en la orilla vecina de la bahía, en el concurso de agrupaciones de mi amado carnaval de Cádiz. Compré las entradas desde el móvil, porque los jueves por la tarde tenemos claustro en el cole, y esa tarde trabajamos hasta tarde planificando un proyecto que no sabíamos que no íbamos a poder culminar. Algunos jueves, cuando salgo del colegio, lo único que me apetece es ver una película en el cine. Me abstraigo por completo de la realidad, me deshago de las preocupaciones rutinarias y me dejo caer con los brazos abiertos hacia las historias que se proyectan en la pantalla. Muchas veces voy solo al cine. Os lo recomiendo. Es algo a lo que me acostumbré sin demasiadas dificultades cuando escribía críticas semanales para el periódico Viva el Puerto y no siempre era posible ir acompañado, pero el caso es que esa noche fui al cine con mi hermano Pablo y su novia Julia, y ahora que se ha convertido en un recuerdo relativamente lejano, agradezco que fuese una experiencia compartida.

El faro

Crucé el puente que une el Puerto de Santa María con su Multicines Bahía Mar para ver El faro, de Robert Eggers, que llegaba con bastante retraso a la cartelera, pero que llegaba, que al fin y al cabo es lo importante, y lo cierto es que no desmereció la espera. La fantástica película de Eggers, que ya me convenció con La bruja (2015) de ser un nuevo referente a seguir en lo que a cine de terror se refiere, narraba algo irónicamente relacionado con lo que estamos viviendo ahora: un confinamiento. El Faro es una película rodada en blanco y negro con un formato cinematográfico 1.19:1 en película de 35 mm., lo que la convierte, solo a nivel técnico, en una rareza dentro de la predominancia digital que marca el mercado actual. Se llegaron a usar objetivos de principios del siglo XX para rodarla y conseguir una atmósfera única, terrorífica y claustrofóbica, que oprime y afecta tanto a los personajes de la historia como al espectador. Estoy seguro de que esos detalles influyen en que ir al cine a ver una película siga significando algo especial.

Retrato de una mujer en llamas

He visto mucho cine desde entonces. Cuarenta películas, para ser más exactos. Muchas de ellas las he visto en Filmin, otras en Netflix y algunas en formato físico, echando mano de la colección que poco a poco estoy construyendo. Algunas de las películas que he visto son realmente buenas. He visto Retrato de una mujer en llamas (2019) y he visto JFK: Caso abierto (1991) por primera vez, por citar dos de ellas, y las he disfrutado muchísimo, pero echo irremediablemente de menos ir al cine. La última vez que fui al cine era 23 de enero, hace ya 100 días. Espero ansioso que llegue el día en que podamos volver a ir.

Solos, juntos o como nos dé la gana. Que volvamos a compartir un ratito de tiempo y espacio en una sala a oscuras con conocidos y desconocidos. Que vuelvan a cruzarse manos temblorosas, se den besos fugaces, se contagien solo risas y se derramen lágrimas. Y también espero que nunca dejemos de ir al cine, porque es una de las cosas más bonitas y mágicas que existen.

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