Una familia de Tokio fue la película ganadora de la Espiga de Oro en la última edición de la Seminici de Valladolid. Si en Amour veíamos la vejez de una manera intimista y cruda, aquí se nos cuenta la historia de Shukichi Hirayama y de su esposa Tomiko, dos ancianos que viajan de su isla a Tokio, donde viven sus tres hijos.
Las relaciones familiares en la Japón contemporánea poco tienen que ver con las de la sociedad occidental, así que quizá uno de los puntos más interesantes de Una familia de Tokio para nosotros es ver las diferencias entre las dos sociedades y comprobar por ejemplo cómo la ausencia de besos, abrazos o caricias no va necesariamente ligada a una falta de cariño o amor. La película de Yôji Yamada viene a ser un homenaje y revisión contemporánea de la clásica Cuentos de Tokio (1953) de Yasujiro Ozu.
En la visita de la pareja de ancianos conoceremos gran parte del Tokio actual, pero sobre veremos el funcionamiento de tres tipos de familias muy diferentes: por un lado el hijo mayor es un médico implicado con su trabajo y dos hijos pequeños; la mediana tiene una peluquería y un marido histriónico; mientras que el pequeño de la familia es un bala perdida, con un trabajo liberal y que apenas llega a fin de mes.
El orgullo por los hijos, la importancia de una buena educación o conseguir un puesto respetado socialmente son algunos de los temas que se tratan en esta película, reflejada en esta época de crisis mundial. Decía la poeta Amalia Bautista que «Al cabo, son poquísimas las cosas / que de verdad importan en la vida: / poder querer a alguien, que nos quieran / y no morir después que nuestros hijos» y casi pareciera que esos versos fueran el sustrato de la historia de Yamada.
Una familia de Tokio funciona como homenaje pero también como película independiente para aquellos que no vieran la cinta de Ozu, está llena de momentos tiernos y graciosos pero también con otros de lágrima y congoja. La vida, al cabo, tiene ambas cosas a partes iguales.
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