En el Reino Unido los grandes actores teatrales abundan, uno de ellos es Sir Michael Gifford, un envejecido Brian Cox con Párkinson que necesita cuidados las veinticuatro horas del día. Su familia y un amor del pasado deciden contratar entonces a una joven que se ocupe de él. Comienza aquí una especial relación entre este impertinente, ególatra y exasperante anciano y una aspirante a actriz que ve en él la oportunidad para aprender la profesión y recibir clase gratuitas. El humor elegante británico se come a todo lo demás cuando los dos coinciden, cuando ambos se dejan llevar y dicen lo que piensan, muy teatral, poético y shakesperiano. El último acto, en cierta manera, recuerda a la veraniega y lacrimógena Antes de ti, aunque con diferencias. Aquí no hay enamoramiento, solo admiración y tampoco hay una muerte que separe a la pareja. El final es apoteósico, cuando ambos consiguen lo quieren, es decir ella el ingreso en una escuela después de realizar una prueba y él una última representación con público en un escenario en donde él es el protagonista al recibir un premio a toda su carrera.
Brian Cox es el alma de El último acto, un film con un guion flojito. Solo él y los secundarios como la joven cuidadora Dorottya Horvat, interpretada por la emergente Coco König, su dura hija Sophia, Emilia Fox o el gran amor de su vida, la dulce Milly, sobreviven a una trama simplona y le dan un brillo especial. Además tenemos el gusto de ver en pantalla en una cameo especial al gran Roger Moore y eso son palabras mayores, ahí sí que hay que hacer una reverencia.
El último acto esconde muchas subtramas de fácil comprensión. El paso del tiempo lo sufrimos todos sin excepción, algunos lo aceptan y otros se resisten a él recordando viejos tiempos en los que eran reyes, a veces un Hamlet en estado puro recitando su soliloquio más famoso pero sin calavera. Las nuevas generaciones necesitan mentores y maestros que les ayuden a vencer sus miedos, entre ellos el del fracaso.
Este tipo de cine con propósito, alejado de los grandes presupuestos es el que siempre ha interesado a Cox con papeles complicados y numerosos matices que no solo entretienen sino que hacen pensar al mismo tiempo. La cercanía con amigos que sufren este mal, el humorista Billy Connolly o Robin Williams que no lo superó, seguramente ayudó a que aceptara el reto de enfrentarse a esta enfermedad en la ficción.
La vejez vista como una ventaja, la experiencia como sinónimo de conocimiento. Sir Michael Gifford se rodea de aquello que más quiere, amante y amigo fiel y que más conoce para pasar lo que le queda de vida. Aunque es insoportable en las distancias cortas se le echa de menos cuando está lejos. Las primeras impresiones no son definitivas y dentro de ese cuerpo malhablado y grosero se encuentra una bondad que debe ser rescatada. Alguien que en silencio agradece los servicios prestados pero que no se atreve a gritarlo y que abrirá los ojos a la modernidad ayudado por la juventud, descubriendo el maravilloso mundo de los mensajes en los teléfonos móviles.
Janos Edelenyi deja para el final lo mejor, un último acto genial que sorprende y emociona y que tardaremos de olvidar. Como se dice en la película, actuar no es lo que se hace, es lo que se es, una auténtica declaración de intenciones.