El subgénero de las películas de tiburones hace mucho tiempo que está instaurado en las taquillas (o más bien los servicios de streaming y las televisiones de madrugada): por cada A 47 metros hay cuarenta El ataque del tiburón de seis cabezas, Sharknado o Santa Jaws (una película en la que un niño pide el deseo navideño de estar solo y entonces un tiburón aparece y se come a toda su familia). Tiburón blanco no es intencionalmente ridícula, pero tampoco es una gran película sobre tiburones. Es. Existe. Quizá es lo mejor que se puede decir de ella.
Lo peor de Tiburón blanco es que, tras su apariencia de película cutre ya vista antes, hay una buena idea: una mezcla entre película slasher, Náufragos de Hitchcock y tiburones. Un grupo de cinco personas que se llevan regular tienen que sobrevivir durante día y medio en una barquichuela de goma mientras dos bichos se los quieren comer uno a uno, pero poco imaginan que el verdadero monstruo era el ser humano. Bueno, imagino que eso es lo que querían contar, pero lo que muestra es muy diferente: el verdadero monstruo es el que entregó el guion a última hora y el director que tampoco tenía muchas ganas de corregirlo.
Hay una escena –en la que se me escapó una carcajada culpable- que creo que define toda la película. En ella, los supervivientes, algo cansados, esperan que la corriente les lleve a tierra. Entonces, uno de ellos agudiza la vista, mira a lo lejos y dice “¡Creo que… Sí! ¡Estoy viendo la orilla!”. Todos miran extrañados a lo lejos. El cambio de plano nos indica que están a menos de cien metros de una gigantesca isla de varios kilómetros. Si alguien en la dirección o en la sala de montaje se hubiera preocupado un poco por la película, habría dicho “Nada, corta, lo salvamos de otra manera”. Pero Tiburón blanco se define por el nombre: lo único que importa es el tiburón.
El más conocido del reparto es Aaron Jakubenko, que apareció brevemente en las series Spartacus: sangre y arena y Las crónicas de Shannara, seguido por un tal Te Kohe Tuhaka (con uno de los nombres más divertidos de la historia del cine), al que podéis ver en De amor y monstruos. El tiburón, que al final es el protagonista del asunto, no sale más de un minuto, y normalmente el terror viene más del charquito de sangre que deja allá por donde pasa o de la aleta que se acerca de vez en cuando. Si te dan miedo las aletas de tiburones, esta es tu película.
Los personajes son, todos, el prototipo de los asesinados en una película de terror, pero remarcando muy bien desde el principio quién se va a salvar de esta movida. Dejad que os lo explique. El protagonista es un señor guapo, de estos que pegan bien en cámara y no existen en la vida real, que tiene un problema: un tiburón le atacó hace años y se ha quedado traumatizado. Por si no queda clara su historia al tocarse la cicatriz y tener un flashback, te lo explica durante tres minutos más adelante. Su mujer está embarazada de él, y esa es su personalidad. Junto a ellos están un señor japonés celoso, posesivo y al que se le ve que es mala persona y su mujer, cuyo rasgo identificativo es ser su mujer. Finalmente, un señor majo amiguete de todos y el único en el grupo que no es un neurótico. Nunca adivinaréis quién vive y quién muere.
Sí, claro que hay momentos de tensión, pero todos son iguales: alguien se cae al agua, el tiburón se acerca, ¿le pillará o no? Uno puede pensar que en una balsa con cinco personas y con el agua a punto de acabarse, la trama podría volverse hacia los conflictos de grupo o dar una mirada introspectiva hacia lo que significa el heroísmo, pero en su lugar lo que tenemos es… bueno, gente hablando de tiburones.
Tiburón blanco descarta, conscientemente, cualquier idea innovadora sobre el género, y se vuelve la película sobre tiburones que podría haber escrito una inteligencia artificial. Decisiones estúpidas, personajes que nunca terminas de entender, muertes ridículas, poca casquería y efectos especiales normales hacen de esta una película ideal para la siesta. Solo para fans acérrimos de las películas de escualos con ganas de desayunar.