Desde Terminator 2, la saga ha ido boicoteándose a sí misma a cada entrega. La tercera tardó en llegar y su mera existencia sorprendió a un público que ya había presenciado la aniquilación de Skynet. Cada nueva película anulaba la anterior, como quien evita reconocer el fracaso obviando su existencia, y el más purista se acogerá a la relatividad de las líneas temporales, pero en realidad estamos ante un constante ensayo y error que ha dado lugar varios spin-offs disfrazados de secuelas. Terminator: Destino Oscuro debería ser la entrega que rompa la rueda.
Hubo quien tuvo la feliz idea de comparar Terminator: Destino Oscuro con El despertar de la fuerza. Ahorrémonos las caras incrédulas, es obvio que un abismo separa a ambas. La nostalgia se da por supuesta, más aún teniendo en cuenta cómo ha continuado la saga desde el 91, no es un nexo de unión suficiente para hermanar estas cintas. Lo que sí las une es ese afán por repetir esquema. Destino Oscuro emana en sus primeros compases un aroma conocido que no llega a repetirse hasta el empacho, algo que Génesis no supo (ni quiso) manejar. La sutil sensación de déjà vu nos recuerda de dónde venimos con el fin de llegar a un nuevo destino. Los viejos personajes quedan atrás, su línea temporal queda olvidada. Ahora que la historia se repite, gracias a la estupidez humana, los nuevos agentes ocupan su lugar: Skynet es Legión, Kyle Reese es Grace, Connor es Dani Ramos. En esta nueva obra, bisagra entre la secuela y el reinicio (esperemos que definitivo), el blanco deja paso al latino y al afroamericano, el hombre a las protagonistas, nuevos símbolos de la resistencia. El blockbuster norteamericano se permite poner en entredicho a Trump durante un tiempo en estos tiempos de reconsideración, la ficción se ha ido percatando de que el género o la raza no entorpecen la psicología de un personaje al uso, que los símbolos pueden deconstruirse y reconstruirse en su apariencia, y es por eso que Destino Oscuro recuerda a El despertar de la fuerza.
Que un blockbuster multimillonario se permita poner en entredicho con tanta ligereza a la America de Trump quedará para otro discurso. Mientras tanto, me alegra encontrarme con una entrega que intente caminar la milla larga en una saga tan determinista, no sólo por sus historias de paradojas sino por la repetición de tropos. Parece que sólo hacía falta un reinicio y algo de tiempo. El remedio llegó tarde, eso sí, pues tras tantos intentos el terror sublime del apocalipsis se ha ido dilatando. Terminator: Destino Oscuro, que pretendía recuperar el suspense en la acción y el calado de su trasfondo, deja un extraño sabor al no lograr del todo ni lo uno ni lo otro. La presión que el terminator ejerce sobre los personajes no termina de asfixiar del todo; los momentos de acción resultan confusos por el vertiginoso montaje y la oscuridad de las escenas – que no consiguen disimular el CGI -, y el guion deja ver sus costuras con demasiada frecuencia.
Asuntos como el ineludible destino, las decisiones y nuestros propósitos albergan las capas justas para sonar (que no ser) interesantes sin ahondar demasiado, algo que no nos sorprende en una película sobre robots del futuro, pero se agradece… Agradecer, ¿con eso habría de quedarme? Después de Terminator Génesis, desde luego que agradezco Terminator: Destino Oscuro, pues funciona a pesar de todo. Sin embargo, reparar en el extraño recorrido de esta saga arrepentida de sí misma me hace darme cuenta una vez más del problema que el público tiene para con estas sagas. El olvido y la decepción nos hace conformarnos a veces con lo suficiente. En un momento en el que el cine se encasilla entre la nostalgia y el fracaso, o bien olvidamos o bien aceptamos. Que agradezca la relativa calidad de Terminator: Destino Oscuro me deja ese pensamiento en mi mente, y eso no me suena alentador.