Europa vive tiempos raros. Y no nos referimos, precisamente, a la luna de Jupiter. Una ola de independentismo furibundo, amparada en esta crisis económica (y de valores) que parece no tener fin, aprisiona nuestras fronteras, creando caldos de cultivo que pudren los, pocos, puentes que parecen unirnos. Western quiere venir a decirnos que todo depende de nosotros. Del lugar que queramos ocupar en el mundo. De las ganas que tengamos de echar raíces y hacer que estas dejen paso a las de los demás. Aunque no hablemos el mismo idioma.
En Western observamos, a pequeña escala, una pequeña invasión: la que llevan a cabo un equipo de obreros alemanes en una remota localidad búlgara, muy cercana a la frontera con Grecia. Amparados por el supuesto beneficio que llevarán a la aldea (agua para todos) se sienten poderosos, se crecen. Prácticamente, lo primero que hacen es desplegar una bandera alemana sobre su campamento. Los habitantes del pueblo sienten recelo, sobre todo cuando uno de los trabajadores se sobrepasa con una de las muchachas vecinas. Todo parece prepararse para el estallido violento.
Pero no. O quizás no tanto como el espectador medio podría prever en una película similar, si hubiese caído en manos hollywoodienses o más convencionales. El merito real de su directora, Valeska Grisebach es no ceder al tremendismo. Western es un film de combustión lenta, con un uso del paisaje encomiable. Paisaje en el que se sitúa Meinhard, ex-legionario alemán, desarraigado, sin familia, soltero, que parece encontrar en aquel lejano país de Europa su lugar en el mundo. Western no solo da título a la obra de Grisebach: también se revela como toda una declaración de intenciones: el forastero que se encuenta, justo, entre dos bandos, que solo quiere estar tranquilo y, por más que lo intenta, siempre acaba dándose de bruces contra el suelo, no es un argumento ajeno al género de desiertos y cowboys.
Protagonizada con brillantez por un grupo de actores no profesionales, Western puede exasperar a quien espere una mirada más radical: Grisebach se preocupa más en hacernos entender que dos personas se pueden entender, sin hablar el mismo idioma, que en dejarnos con el ánimo por los suelos. Aunque, ésto último, (casi) acaba por conseguirlo.