Ya es un lugar común comentar que Woody Allen ha perdido ingenio, no tiene ideas para nuevas historias y rueda por no quedarse en casa. Y es cierto que en los últimos años sus películas no están a la altura de su mejor cine y que probablemente —tras cuarenta y tantas cintas— ya ha dicho todo lo que tenía que decir. Pero ya quisieran muchos lograr la empatía con el espectador con la agilidad, gracia y fascinación del cineasta de Brooklyn; y seguir haciéndolo a sus 85 años. Rifkin’s Festival no va a convencer a los desafectos, pero tampoco defrauda a los espectadores que apreciamos el sentido de la vida que Allen reitera, con su peculiar humor, en cada título.
Rifkin’s Festival es una de sus películas más cinéfilas, tanto por el protagonista profesor de cine y por las citas de autores y filmes de culto como por el marco espaciotemporal en que transcurre toda la historia, que no es otro que una edición del Festival de San Sebastián. Las películas y, sobre todo, los rincones y paisajes de la ciudad permiten a los personajes unos días de ensueño; el propio cineasta explica su pretensión: «Quiero presentar al mundo mi visión de San Sebastián que, para mí, es la visión del Paraíso». La belleza de la ciudad, la aventura amorosa y la memoria de buenas películas logran esa visión.
Sin embargo, no se trata de una cinefilia compulsiva y acrítica, pues en la presentación de las conversaciones y en la rueda de prensa se muestran la superficialidad y el postureo que dominan ese mundo de los festivales. El protagonista Mort Rifkin —alter ego de Woody— tiene como enemigo a un director pedante y como amiga a una médica; y su amor al cine es indisociable de su propia vida, de manera que sus sueños/pesadillas adoptan las variaciones de secuencias de Orson Welles (Ciudadano Kane), Federico Fellini (Ocho y medio), François Truffaut (Jules et Jim), Luis Buñuel (El ángel exterminador), Jean-Luc Godard (Al final de la escapada) o Ingmar Bergman (Persona, El séptimo sello), que le permiten pensar en lo que de verdad importa, en el amor y la muerte, en el sentido de la vida. Estas citas-homenajes no están sobrepuestas al relato con artificio, sino que se engarzan de forma muy natural, como breves y enjundiosos apuntes.
Como no podía ser de otro modo, a estas graves cuestiones se suman las obsesiones y constantes de todo el cine de Woody Allen, como el misterio o fascinación por las mujeres (presente en toda la historia y condensado en el personaje de Elena Anaya), la religión —ahora con más referencias al catolicismo— y el sexo, con menor intensidad. Todo el filme se presenta como la conversación de Rifkin con su psicoanalista, a quien cuenta su estancia en San Sebastián, la infidelidad de su esposa y la atracción que ha sentido por la médica española. Y esa conversación, como la propia película, termina con preguntas sin resolver. Por ello, Allen vuelve sobre estos temas con una insistencia enfermiza.
Esos mismos asuntos y su propia concepción del cine están presentes en la autobiografía A propósito de nada, cuya lectura complementa muy bien Rifkin’s Festival. Probablemente porque ambos tienen cierto tono de recopilación de toda una vida y cierto talante otoñal, de mirada condescendiente y comprensiva ante cualquier conflicto o esas preguntas que siguen inquietando. La fotografía de Vittorio Storaro refuerza la belleza natural de las localizaciones —la película es “bonita” y a ratos está a un punto de la postal— y se vale de luces de atardeceres con tonos ocres y anaranjados para subrayar el clima cálido y crepuscular que tiene la historia y los personajes.