No cabe ninguna duda de que en el momento que mencionamos las palabras “ciencia ficción rusa” lo más habitual es que los títulos Solaris y Stalker se nos vengan a la cabeza. La primera, basada en la obra del polaco Stanislaw Lem y llevada a la pantalla por Andrei Tarkovsky en 1972 es quizás la obra más popular de este subgénero que destaca por dar prevalencia a los matices filosóficos y psicológicos que se suelen anteponer a los más fantásticos. Qué difícil es ser un dios es ciencia ficción, basada la novela de Boris y Arkady Strugatsky, autores de Stalker: un grupo de científicos es enviado a Arkanar, planeta donde impera un régimen tiránico en una época que se parece a la Edad Media. Allí, Don Rumata, el científico protagonista, pronto verá que ejercer un poder y ser considerado un ser divino no es tan fácil como parece.
A primera vista, el aspecto más impresionante de Qué difícil es ser un dios es su acabado visual, que resulta prácticamente imposible definir con palabras: un blanco y negro de fuerte contraste apoyado por una inquisidora cámara llena de fisicidad recoge a los diferentes personajes del planeta Arkanar. La ambientación de la película de Aleksei German es de las que casi se pueden oler y tocar: la niebla, el fango y la sangre son las grandes protagonistas en los diferentes momentos del relato que, gracias a los 170 minutos de duración, nos hacen partícipe del desasosiego y la crueldad de este planeta en un aparente estado medieval y que pretende evolucionar a un hipotético renacimiento.
Como toda buena ciencia ficción, Qué difícil es ser un dios desarrolla un aparato metafórico en el que sobresale el concepto de la tiranía: como si de un Coronel Kurtz se tratase, Don Rumata sufrirá un proceso de deshumanización que le lleva a una falsa divinización. El intento de ayudar a los habitantes de Arkanar a que salgan de su estado de barbarie será baldío y Don Rumata tomará cartas en el asunto, hasta convertirse, porque así lo han querido los mismos, es un tiránico ser divino. No es difícil apreciar la alegoría que atrapa a los diferentes estados políticos que ha atravesado Rusia durante las décadas y en las que las diferentes formas de tiranía han prevalecido.
Qué difícil es ser un dios es una película-experiencia, llena de inabarcables referentes que van desde el infierno dantesco a las mencionadas películas de Tarkovsky. Una película que es necesario ver con los sentidos bien abiertos mientras sus personajes nos miran fijamente y nos escupen: unos seres humanos a los que veremos sufrir y morir destripados en la comodidad de nuestra butaca, como dioses que disfrutan de un brutal y escatológico espectáculo. Nadie dijo que ser un dios fuera fácil.
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