De forma similar a lo que ocurría en Jane Eyre de Cary Fukunaga, también con Mia Wasikowska en el reparto, llega a nuestras pantallas con más de un año de retraso una nueva versión de Madame Bovary. Y siguiendo con las comparaciones con la película de Fukunaga, uno se esfuerza por buscar qué lleva a la directora Sophie Barthes a contarnos la historia del personaje ideado por Gustave Flaubert hace más de cien años.
Si atendemos a lo puramente formal, Barthes entrega lo que llamamos una película académica: bien fotografiada, con un vestuario y decoración perfectos, en definitiva, una ambientación más que correcta y una puesta en escena sin ninguna estridencia. Estamos lejos de desvaríos autorales a lo Bazz Luhrmann en Romeo + Julieta o Joe Wright en Orgullo y prejuicio. Barthes no hace el mínimo esfuerzo por dotar al relato de algo de riesgo audiovisual para que esto no parezca una película de hace 30 años o más. Los actores están bien, porque están bien elegidos para sus papeles, asunto que en realidad no hace más que ahondar la falta de riesgo de la obra cinematográfica. De hecho, lo único realmente novedoso es un puñado de escenas algo subidas de tono en lo sexual, pero sin pasarse.
En cuanto a la adaptación a la letra de Flaubert no vemos ninguna traición en cuanto a lo que se cuenta, siendo este Madame Bovary de una fidelidad insultante. Y tal y como nos preguntábamos hace cinco años ya ante la obra de Fukunaga antes mencionada, uno se vuelve a preguntar para qué nos cuenta Barthes esta historia que ya tiene al menos otras ocho versiones cinematográficas. Quizás el hecho de que Barthes centre su atención en el aspecto más mundano y superficial de Emma Bovary, sus deseos de ascensión social y sus endeudamientos, nos den una pista de lo que Sophie Barthes plantea: una advertencia sobre el peligro de querer ser más de lo que se es y de vivir por encima de nuestras posibilidades, asuntos que no cabe duda están de actualidad. Pero ese tema es inherente a la obra y no es que la película vuelo más de lo necesario sobre el tema.
La Madame Bovary de Sophie Barthes poco aporta a lo ya dicho y solo se puede entender como una forma de acercar una obra literaria a espectadores que lo mismo no tienen ganan de escuchar el francés de Isabelle Huppert en la película de Claude Chabrol de 1991, y, en su lugar, prefieren ver a actores actuales. Lo dicho, solo para incondicionales de los dramas con trajes de época.
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