Desde su comienzo en el largometraje de ficción con La flaqueza del bolchevique (2003) Manuel Martín Cuenca ha demostrado ser un director con finura, estilo y voluntad de relatos que sorprendan al espectador. Así se aprecia sobremanera en La mitad de Óscar (2010), casi un ensayo sobre la soledad, las raíces y, sobre todo, el paso del tiempo; pero también en El autor (2017), una adaptación difícil que no acababa de convencer. Ahora se sitúa más en la senda de Caníbal (2013), donde la rutina y la vida cotidiana más vulgar se ensamblaban de forma inusitada con una violencia extraordinaria.
En este otoño han coincidido en cartelera reflexiones e historias sobre la maternidad que, probablemente, resulten significativas. Si hiciéramos sociología de barra de bar o de tertulia de tele comercial diríamos que en la era del postconfinamiento se ha agudizado el instinto de mater/paternidad y necesitamos volcar nuestra afectividad sobre los pequeños. Nos referimos a varias películas con mujeres heridas por la ausencia o la inexistencia de descendientes. Almodóvar plasmó esta cuestión en Madres paralelas, Benito Zambrano adapta una novela con similar preocupación en Pan de limón con semillas de amapola y esta misma semana se estrena la producción islandesa Lamb (Valdimar Jóhannsson, 2021), una fábula protagonizada por Naomi Rapace en un personaje dolido por su esterilidad.
En su excelente trabajo, Martín Cuenca nos lleva del drama con cierta intriga a una violencia extrema que exterioriza la violencia menos sangrienta que se ha ejercido sobre una adolescente embarazada, Irene, a quien el educador del centro de menores donde se encuentra recluida trata de arrebatar su futuro bebé. No conviene dar más datos que estos, pues una de las bazas muy bien jugadas en el desarrollo narrativo consiste en llevar al espectador a ir cambiando de emociones y de especulaciones sobre los personajes.
Obra austera en su desarrollo, de pocos personajes, aislados en una hermosa casa en la sierra de Cazorla, esa concentración dramática lleva a dosificar con mucho tino cada plano y cada diálogo. El director, refractario a toda verborrea, ya ha demostrado que cree en las imágenes y en las miradas o breves gestos. Por supuesto, saca partido de Javier Gutiérrez —que se ha situado, por sus propios méritos, en la primera fila de su profesión: ahora mismo puede hacer cualquier papel con toda solvencia— y de Patricia López Arnaiz, una actriz muy sutil; la debutante Irene Virgüez da bien el tipo, aunque la dicción deja que desear, como sucede con no pocos actores jóvenes: démosle tiempo.
Por debajo de la historia, Martín Cuenca plantea cómo el deseo o la pulsión de maternidad puede llevar al delito y, al mismo tiempo, cómo la víctima de ese deseo —que también lo experimenta en sí misma— reacciona con idéntica energía, sin quedar limitada por la legalidad o la moralidad. Bastante de esto encontramos en los títulos citados más arriba. El trabajo de interpretación del trío protagonista, unido a una sólida ambientación, las localizaciones de la provincia de Jaén y una música muy medida y ensamblada con las imágenes otorgan a La hija un empaque poco frecuente en nuestro cine.