¿Cuántas veces se repetirá cada vez que se mencione la película de Sorrentino, y no sin razón, que La dolce vita de Fellini es su máximo referente y guía espititual? Pues sí, es cierto, pero este parentesco que inunda y tiñe todo el metraje no la desmerece en absoluto como entidad mutante con vida propia.
El universo de esta particular fiesta del fin del mundo es alucinado, intenso, surreal y excesivo, pero también lúcido e incisivo. En él conviven santas, strippers, monjas, botox, Raffaella Carrà, Gorecki, artistas, farsantes, fracasados, políticos y una jirafa. Y entre todos ellos el maestro de ceremonia (Toni Servillo), el sarcástico y escéptico escritor que nos invita a esa Roma exclusiva, secreta, decadente, bella, vulgar y taciturna.
La cámara salta, flota y se mueve esquizofrénica. Las referencias artísticas, sensoriales y culturales no cesan. Las situaciones delirantes, cómicas y surrealistas se acumulan. No hay respiro en esta catarsis que casi te obliga a que sufras síndrome de Stendhal (es lo que más le gustaría). Y como en cualquier fiesta que se precie, siempre precipitándose de lo banal a lo trascendente.
La gran belleza es una de esas experiencias cinematográficas con predisposición a abrirse camino al gran público, a los grandes premios y a las grandes palabras que la hagan perdurar (o al menos resonar por un tiempo) en la memoria cinéfila. Y a mi ese propósito no me desagrada, es más, se agradece. Porque divertirse, disfrutar y gozar de la vivencia colectiva no tiene que suponer ningún agravio. Quien no se haya deleitado (aunque sea por un segundo) con una conga loca alguna vez en su vida no es de este planeta. A la mañana siguiente, resacoso junto al Coliseo, es posible que te inunde un aire de nostalgia, vergüenza y satisfacción.
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