La Marsella que nos muestra Robert Guédiguian carece de encanto, o sólo lo justo. Eso me gusta de las ciudades en el cine: son capaces de revelar lo que de otra forma sólo veríamos in situ. Los lugares por los que Daniel y Sylvie pasean a veces mantienen un aura de decadencia romántica que lleva al espectador el aroma del mar; las dársenas del puerto y sus vistas les recuerdan a una juventud que pronto les fue arrebatada. Sin embargo, la Marsella en la que viven sus hijos es algo distinta. Su ciudad está en constante crecimiento, es un lugar vivo en el que el imponente rascacielos convive con los cochambrosos locales cercanos a la autopista. La ciudad de Marsella, como cualquier otra, es un sinfín de rostros. Gloria mundi nos trae sólo unos pocos, aquellos que atañen a la realidad de una familia superviviente y hastiada.
Francia tiene una realidad social turbulenta, una que se ensaña en especial que el no-francés. Que en el cine el diferente sea el que lo pase mal nos reconforta porque nos permite empatizar sabiendo que nosotros tuvimos suerte. Gloria mundi, por meter el dedo en la llaga, nos trae la crisis a casa. La familia de Gloria, una recién nacida a cuyo alrededor no presta atención, se enfrenta a un día a día que desciende en espiral. Guédiguian, llevando al límite a sus protagonistas, pone sobre la mesa cuestiones contundentes como el racismo o el egoísmo traídos por la desesperación y la impotencia. El color de piel ya no es excusa para esta familia francesa, aquí el culpable es el diseño de la sociedad que les toca vivir.
A alguien le leí que Guédiguian ha optado por subrayar demasiado sus temas. Como cualquier día en Twitter, o blanco o negro. Habiendo partido de un retrato de la clase trabajadora, menuda desfachatez. Si justo hablaba de la cantidad de grises de los que Belén Funes hace gala en La hija de un ladrón, en Gloria mundi la determinación es inamovible. Hay una moral definida en su tratamiento, una en la que los abuelos persisten a pesar de los contratiempos mientras los jóvenes se entregan a la opción desesperada sin importar las consecuencias. Junto al dramatismo exacerbado, el de Cafarnaun, convive una amabilidad de tinte triste, y en esa sutileza que se mueve en el subtexto, en sus personajes despreciables pero llenos de patetismo, se aprecia la voluntad del marsellés de capturar las distintas facetas de este prisma.
Gloria mundi es una obra directa y contundente, un retrato de tono trágico que nos hace reflexionar sobre el pasado y lo que depararán las dificultades del futuro. Robert Guédiguian disfraza de retrato una historia que urde entre las sombras la tragedia final de una familia que sobrevive en los márgenes.