Drive My Car (Ryûsuke Hamaguchi) PERLAS ⭐️⭐️⭐️
Drive my car es la segunda película de Ryûsuke Hamaguchi en el mismo festival y el mismo año… Y una de las más largas (superada por un Jonás Trueba megalomaniaco del que hablaremos mañana). Tres horas contemplan esta historia que circula en el terreno de los sentimientos, el pasado, los secretos y la búsqueda imposible del amor. Su mayor hándicap es superar el prólogo, unos minutos que ya de por sí formarían un mediometraje estupendo, repleto de magia, historias, sexo, amor y comprensión, que ya no vuelven a repetirse.
No es que eso sea negativo, pero Drive my car es una película que no consigue vivir a la altura de su planteamiento y su intento de definir el amor, a pesar de todo. Eso no quiere decir que las tres horas no estén aprovechadas: hay historias de amor secundarias que calentarán los corazones del más escéptico, obras de teatro de Chéjov narradas en trayectos de coche, desvíos que acaban en abrazos inesperados, confesiones a flor de piel finalizando historias…
Y sin embargo, es innegable que la duración es excesiva para una historia como esta. El paralelismo entre la obra de Chéjov y la vida del protagonista es arrebatadora, pero a la décima repetición ya hemos entendido por dónde va la cosa. Los fans más fans del cine japonés estarán encantados con el estilo pausado y detallista de Hamaguchi, pero los que estén un poco fuera de lo asiático pueden acabar francamente frustrados y hastiados con un ritmo que traza un bellísimo retrato de seis personajes en busca de su destino que leen, ensayan y cuentan aquello que nunca le habían contado a nadie. Ojalá haber entrado de cabeza: es una película que merece un público que no la acoja con indiferencia.
En un muelle de Normandía (Emmanuel Carrère) PERLAS ⭐️⭐️⭐️
El problema principal de En un muelle de Normandía es que es… sorprendentemente hipócrita. Pretende denunciar las condiciones de las trabajadoras de los servicios de limpieza, las grandes olvidadas, pero teme que su protagonista sea una trabajadora al uso. Por eso decide que Juliette Binoche (siempre fabulosa) sea una escritora que está, como si fuera Samantha Villar en 21 días, preparando un ensayo sobre ese mundo. Fiú, crisis solucionada.
En un muelle de Normandía es clásica. Demasiado clásica. Puedes aventurar cada paso del guion sin equívoco, y el final no esconde ni un pequeño lugar para la sorpresa. Esto es lo que hay. No es negativo per se, pero la película pedía un poco de innovación, especialmente en el guion, que queda en tierra de nadie desde el descubrimiento del secreto: no explora sus problemas coordinando ambos trabajos (y, de hecho, solo tiene un tropiezo, ya hacia el final de la cinta), y como sabemos que realmente es escritora, nada de lo que haga con sus nuevas amigas tiene peso real.
Al mismo tiempo, las intenciones son innegablemente buenas, empezando por ese barco para el que solo tienen minuto y medio por habitación y en el que deben permanecer invisibles para el resto del pasaje. Sus mejores escenas están aquí: la despedida de una compañera bailando que ven desde el autobús, la noche loca, los duros inicios, el compañerismo… En un muelle de Normandía acierta al reflejar estas problemáticas tan bien como refleja la necesidad de un grupo para apoyarse, la amistad surgida de la necesidad.
Tristemente, su peculiaridad es su penitencia: nada de esto realmente importa para su protagonista, y lo que le importe pasará a segundo plano cuando se haya publicado el libro. Es una dicotomía interesante sobre el papel que, tristemente, no termina de coronarse en pantalla.
Érase una vez en Euskadi (Manu Gómez) PROYECCIONES ESPECIALES ⭐️⭐️⭐️
Mi mayor miedo a la hora de enfrentarme con Érase una vez en Euskadi era que la película cayera en mitificar demasiado, cual tuit de señor de cincuenta años, los años ochenta. Y más aún si la visión de los mismos es la de la mirada de una pandilla de niños. Mi miedo estaba infundado: no solo no cae en la nostalgia abrasiva, sino que hacia el final decide volverse turbia sin motivo.
Érase una vez en Euskadi es una buena mezcla entre la nostalgia infantil (los vídeos Beta, las carreras en bici, la primera porno, jugar a fútbol con tus amigos) y aquellas cosas que en su día existían pero un velo tapaba y convertía, casi automáticamente, en “cosas de mayores” (la heroína, el terrorismo etarra, el sida). Pudiendo tirar por hacer un Los Goonies Vascos, Manu Gómez ha decidido hacer un retrato más o menos fiel de la época, aunque caiga en unos personajes sin demasiados matices y excesivamente agradables, como si mostrar los estragos de la heroína fuera aceptable pero el machismo estructural no tanto.
Hay algunas decisiones cuestionables (el videoclip que a mitad de película se monta con Cerca de las vías, de Fito y los Fitipaldis, la elección de cast de Arón Piper, que un maketo acabe metido en ETA), pero trata de ser una película que no cause problemas en la moralidad de los espectadores y al mismo tiempo exponga problemas hegemónicos de esa época desde una perspectiva infantil. Lo consigue con creces. Todo es armonioso y el desnivel de gravedad de las historias ayuda a que nada sea nunca demasiado grave ni demasiado liviano: tan pronto te cuentan el problema de un chaval que se pierde cuando va en bici como la muerte de un personaje o un atentado fallido.
La película se eleva un par de niveles por encima de la típica feel good movie: pretende que te sientas bien durante la mayor parte del metraje, sí, pero dándote con un mazo de vez en cuando para que no te olvides de que los 80 estuvieron bien para los niños que alquilaban su primera porno a espaldas de sus padres y su abuela, sí, pero los que lo vivieron de verdad en Euskadi tuvieron paro, droga, terrorismo y poco dinero. Todo hay que decirlo.