«Puedes encabritarte como un caballo salvaje. Puedes decir palabrotas, maldecir al destino. Pero a la hora de la verdad tienes que resignarte». Wendy, sin embargo, no quiere resignarse. Tampoco Thomas, él quería ser pirata a toda costa. Por eso decide subirse a un tren, que ya no es signo del progreso estadounidense, sino de viaje y descubrimiento. El modo de llegar a la Isla de Nunca Jamás es particular precisamente por su carácter anodino. Nada de vuelos por la neblina londinense, viaje en tren y transbordo en barca, que ahí es donde está la magia. También es particular el origen del viaje, que ya no es una casa señorial, sino un restaurante sureño al pie de las vías, donde el traqueteo de las locomotoras mece los objetos entre los que Wendy, James y Douglas juegan. El encanto de Wendy (Benh Zeitlin, 2020) es político; la revisión del cuento de Peter Pan se aleja del liberalismo decimonónico y nos trae personajes de clase baja, incapaces de resignarse al destino que les ata. Repudiados, habitantes de antiguas colonias británicas del Caribe; viejos vestigios que en la distancia nos remiten a la edad dorada de la piratería; personajes que han decidido dejar crecer o que han crecido por carencia de voluntad, todos forman un marco político en el cual Zeitlin ahonda hasta llegar a la capa más humana.
Desde el mismo momento en el que Benh Zeitlin decidió llamar a su obra Wendy y no Peter Pan, el neoyorkino estaba mandando un mensaje. Que la cinta revise los tropos del cuento clásico tampoco es novedad, pero moverse en el terreno de la innovación tampoco es posible. Aún así Zeitlin decide alejarse por completo del original y reescribe la historia desde el comienzo para llegar, sin embargo, a destinos parecidos. A fin de cuentas la historia de Peter y los niños perdidos no es sino la fantasía poco sutil de un adulto nostálgico. No obstante, la novedad persiste, pues es la fatalidad con la que Zeitlin trata al anciano y la romántica arrogancia con la que retrata al niño la que aporta a Wendy un matiz tan demoledor. Porque cuesta ser político cuando la cámara recorre los detalles con la curiosidad y el nerviosismo de un niño, y aún así, Benh Zeitlin logra destruir el inocente espíritu de aventura que insufla en el espectador.
Wendy llega a ser más humana que política en el preciso instante en el que es consciente de la muerte. Los niños no pueden resignarse y los viejos tiran la toalla. La estructura de la cinta es dialéctica – tesis, antítesis y síntesis -, una forma de enseñar a sobrevivir a la vida como si de un duelo se tratase. De la negación a la negociación y la aceptación, todos los personajes entre la resignación y la rebeldía luchan contra la vejez, y todos son vencidos cuando son convencidos de la inevitable realidad. Zeitlin, entre metáforas e imágenes orgánicas que invitan al juego, la ilusión y la fantasía, propone un doloroso pacto con el espectador. Procura ser edificante, ilustrativo cual maestro, y como cual quier lección resulta demoledor al final.
Wendy es, como tantas otras obras fantásticas, una paradójica lección de realidad que bien se endulza con escenas amables al contraste de las trágicas. Entre esa tensión la organicidad se pierde a ratos y aparece el tedio, pero el tiempo que Benh Zeitlin se toma para elaborar su discurso es el preciso para mantenernos atentos al destino de los personajes y su consecuente mensaje, no el de la resignación o la rebeldía, sino el de disfrute y el juego.