A estas alturas sabrán ustedes (o no) que soy mucho de enlazar churras con medinas. Es lo que tiene funcionar por apetencia y no por obligación, que las relaciones de conceptos se vuelven inestables. Con Dinner in America (Adam Rehmeier, 2020) no iba a ser menos. Según empezaba, me dio por pensar que igual el título de esta peculiar comedia sería algún homenaje o subversión del Breakfast in America de Supertramp. ¿Por qué no? Por especular que no quede. Luego llegaron las secuencias de las cenas y me dio por pensar en el referente más obvio, el de Norman Rockwell, la «auténtica» cena americana. La bandera, que a veces se convierte en una vestimenta o en los colores que bañan las paredes, envuelven a la protagonista Patty en la inocencia y las apariencias. La apacible cena de Rockwell, amparada por las barras y las estrellas, crean una ilusión que Rehmeier pretende romper a través de los ojos de su protagonista Simon como años atrás Sam Mendes quiso hacer con Lester Burnham en American Beauty.
Llegados a este punto ya cabría recordar otros tantos visionarios – desde Duane Hanson hasta Childish Gambino – que buscaron destapar la realidad de una sociedad escondida a voluntad bajo su propia bandera. Sin embargo, yo sigo pensando en Simon, un jóven capaz no sólo de observar lo que yace tras el velo, sino también de destruirlo. Dinner in America abraza el punk como antítesis de todo lo que está escrito; Rehmeier pisa el acelerador y destruye cualquier atisbo de moralidad fuera y dentro de las apacibles cenas, Mientras a mí, aún en mis trece, me dio por pensar en la reciente El glorioso caos de la vida, en lo mucho que ambas cintas se parecen y en la necesidad que aún tiene el respetable de identificarse moralmente con la historia. Rehmeier configura un coming-on-age carente de madurez o salvación para sus personajes, en el que el macarra no sólo no haya redención sino que es capaz de condenar a todos los que a su alrededor se encuentran. Quizás es por eso que, a pesar de todas mis kilométricas conexiones, yo siga pensando en Simon y en su constante impulso de mandar todo al carajo. Porque de alguna manera Rehmeier tuvo que encontrar entre sus resortes internos alguna motivación por la cual escribir un personaje carente de evolución o atisbo de arrepentimiento.
Un coming-on-age es un género que habla sobre la identidad, la madurez no es sino un estado asociado. Pensemos todos por un momento en ella, en Patty, en cómo una joven torpe en comprender lo que ocurre tras las translúcidas paredes de su burbuja busca su identidad en la psicopatía – en la imperiosa necesidad de adrenalina – o en algo completamente opuesto a su edulcorado entorno – John Q y el punk -. En este caso todo encaja, pero dibujar un personaje en constante negación como Simon me hace pensar en la propia negación que Rehmeier tiene para consigo mismo, empeñado en hacernos creer que vive para destruir los cimientos de la sociedad cuando el carácter autodestructivo de su protagonista yace en su propia identidas, fuente odio y asco hacia sí mismo. Hay un enorme conflicto de identidades en Dinner in America, mucho mayor que en la apacible bandera que el punk pretende quemar. No existe el final feliz en esta película. No es una historia emotiva o catártica, pensando en términos aristotélicos (y en cómo Aristóteles hubiera disfrutado más de El glorioso caos de la vida). Si en esta ocasión la moral tuviese cabida, repararíamos en todos esos personajes destruidos o avocados al desastre, perdidos entre las manipulaciones de un canalla con depresión. Sin embargo, Rehmeier entiende la filosofía del punk y la plasma sin señalar su estética y sus grises; que puedas rechazarlo o valorarlo a nivel humano queda en pos de la conclusión de cada cual.
Adam Rehmeier ha implantado en mi cabeza conexiones tan profundas de las que aún no encuentro el origen. Me da por creer evidente que, de lejos, el cineasta es capaz de manejar toda esta complejidad psicológica viendo sólo la sinergia de sus actores. Luego me da por pensar en el conjunto total, una divertida macarrada llena de energía, puesta en crisis y destrucción política, y me da por dudar de mí mismo. Sigo confuso aún, más que nada por seguir relacionando las partes con el todo hasta el punto de verme reflejado en la peor faceta de estos dos jóvenes: una severa confusión por el amor y el odio a la identidad, un auténtico hastío por lo que se ha formado y lo que la sociedad aún espera de mí.