La directora británica Sam Taylor-Johnson coloca delante de la cámara a su marido en lo que parece más un homenaje-oportunidad para lucirse éste, que un proyecto debidamente pensado. El cónyuge encarna a James Frey, un joven politoxicómano que ha tocado fondo e ingresa en un centro de desintoxicación: allí hay pocas pero estrictas reglas. Se puede ir cuando quiera, pero será expulsado si consume alcohol o drogas, o tiene relación con alguna mujer.
A partir de ahí se muestran las fases de rechazo y progresiva adaptación de este tipo nihilista y desencantado de todo; la colaboración de compañeros con quienes va entablando una relación más estrecha y la ayuda —y problema, al mismo tiempo— de una chica, de la que se enamora.
El pie forzado de “basado en hechos reales” limita mucho la historia, cuyo interés es relativo; aumenta cuando la película se decanta por la crónica o incluso el ensayo sobre la rehabilitación y el reencantamiento del mundo que necesita quien ha sufrido una auténtica bajada a los infiernos. Pero se viene abajo con la historia particular de Frey, un personaje sin garra para el espectador y, desde el punto de vista argumental, con poco consistentes relaciones de amistad con los colegas del centro. Los distintos sucesos son tan previsibles como anodinos en buena parte del metraje.