Como tantas veces, la adaptación de un texto literario al cine conlleva opiniones encontradas. El hijo del acordeonista, la compleja novela de Bernardo Atxaga, con sus tiempos y voces entremezclados, dista mucho de un relato convencional a partir del cual sacar un guion medianamente claro. Los guionistas han querido ser fieles al universo narrativo y al clima moral de Atxaga; y lo consiguen en gran medida, aunque la película pierda fuerza en el camino.
Como en otras obras, el pueblo literario de Obaba es el espacio de referencia; a partir del cual enEl hijo del acordeonista se tienden hilos desde un presente en Estados Unidos o hacia un pasado en la guerra civil. En medio, el grueso del relato se ambienta en la juventud que en los años sesenta descubre las traiciones de sus padres, asesinatos falangistas ocultados, la militancia antifranquista o las torturas; y las decisiones graves y las quiebras de la lealtad.
A estas alturas, en que ya no es preciso detallar cómo fue la represión de la cultura y la lengua vasca, ni la castradora experiencia del nacional-catolicismo, ni los saqueos de los vencedores, ni la deriva nacionalista al terrorismo (en su inicio considerado “lucha armada”), el relato consigue cierta universalidad en su testimonio de las heridas personales que el irrespirable franquismo produjo. El protagonista, David Imaz, creció descubriendo un padre odioso alineado en el bando de los vencedores; y, tras su participación en un comando y una traición justificada por la supervivencia, no tiene más remedio que emprender un exilio del que nunca se cura nadie.
Al igual que la novela, se trata de una historia construida con retazos, evocaciones incompletas, sucesos que los personajes quieren clarificar y muchas elipsis que el público ha de reconstruir. Ello tiene como resultado una falta de implicación del espectador quien, por otra parte, no necesita mayores explicitaciones cuando se cuenta el inicio del grupo etarra o el clima de esos años. Pero la historia está poseída por una fuerte preocupación moral y emocional: al final, en el relato autobiográfico que escribe en euskera en un hospital de California, el hijo del acordeonista trata de responder a varias preguntas, reconciliarse con su pasado, restañar las heridas y encontrar el descanso para su conciencia dolida por el sentimiento de culpa y por su condición de trasterrado. Por ello, acaba siendo una película nada desdeñable, aunque su opción distanciada le impida el público masivo y la implicación que agradece la taquilla.