Cuando hace poco menos de una década Clint Eastwood presentó Banderas de nuestros padres surgió la sorpresa de que no era una cinta bélica: la película narraba la trastienda de cómo los hombres que habían protagonizado la famosa estampa del izado de la bandera en la batalla de Iwo Jima eran convertidos en involuntarios (y a menudo falsos) héroes al servicio de la propaganda de guerra. Banderas de nuestros padres era una película más difícil que su contemporánea Cartas desde Iwo Jima porque su función, como la mayoría de la obra dirigida por Eastwood, consistía en derribar a golpes un mito, en este caso el del supuesto héroe de guerra como ser admirable y suprahumano. Ahora, con El francotirador, Eastwood da un nuevo paso en su discurso centrado en la configuración del héroe estadounidense.
El francotirador presenta a Chris Kyle, el más letal de la historia reciente de Estados Unidos, como un profesional que solo se preocupa de hacer bien su trabajo, que no es matar al enemigo sino proteger a los suyos. Este acercamiento aleja, aparentemente, a Eastwood de cualquier comentario político. En ningún momento vemos o oímos a Kyle cuestionar o siquiera reflexionar acerca de la naturaleza de las acciones de su país en algunos de los conflictos que le llevan de Irak a Afganistán, cosa que a nosotros, europeos moralmente superiores, nos choca realmente. Esto llevará a muchos a ver El francotirador como una película patriotera que no condena las mencionadas guerras al mantenerse al margen de cualquier impugnación a la política exterior estadounidense. Se podría decir también que el hecho de que Eastwood no abra el más mínimo frente al respecto es una forma de decir que no hay nada que criticar: recordemos que no es precisamente el director más progresista del país de las barras y estrellas, y que muestra públicamente su compromiso con el Partido Republicano y el rechazo al Presidente Obama.
El francotirador es una película que habla sobre un hombre que hace lo que mejor sabe hacer por el bien de los que considera los suyos, y eso es lo que interesa a Eastwood: ¿cómo se ve a sí mismo este SEAL al que todo el mundo llama leyenda? Como no podía ser menos, el proceso de desmitificación en este caso comienza por el personaje consigo mismo: Kyle no se cree alguien especial más allá de poseer una puntería admirable. Esta mirada hacia su persona contrasta con la imagen de héroe que proyecta sobre el imaginario colectivo y, sobre todo, ante sus compañeros que le agradecen la vida. Seguramente Kyle no era el tipo más listo de la clase, más bien lo contrario, pero para el pueblo norteamericano era el perfecto ejemplo de patriota y mártir: el hombre que lo da todo por su país aun a riesgo de convertirse en un juguete psicológicamente roto. Y aquí radica el quid de El francotirador, en cómo el proceso de construcción del héroe colectivo supone la destrucción y deshumanización del individuo como persona. De ahí que considerar El francotirador como una película patriotera sería posar una mirada bastante amarga sobre el concepto mismo de patriotismo. Lo que está claro es que de lo último que le entran ganas a cualquiera que vea la película es de alistarse al ejército y recorrer guerras absurdas.
La ambigüedad de la que suele hacer gala el cine de Eastwood, propicia que desde un frente u otro la lectura de El francotirador se pueda hacer desde el prisma que mejor venga a nuestras opiniones preconcebidas, y probablemente de ahí venga su monumental éxito en Estados Unidos. Para ello, el director se vale de una narración centrada en secuencias cortas y rápidas donde son más importantes los retazos y momentos particulares que la gran historia que, en realidad, no existe. Así, El francontirador deriva en una aparente banalidad donde se nos narran los hechos de un hombre francamente poco interesante. Ayuda también a aumentar esta sensación la, en apariencia desganada, interpretación de un brillante Bradley Cooper que pasea por el encuadre como un zombie con poco que ganar o perder.
En definitiva, lo que Eastwood consigue con El francotirador es eso tan difícil como no dejar a nadie contento (o dejarlos contentos a todos a la vez) y provocar que se le pueda tachar de ser el tipo más fascista imaginable o del conservador más progresista que nos podamos echar a la cara. Lo que viene siendo gran cine.
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