Lo dice un personaje de El crack cero, Rocky, el amigo con quien Germán Areta charla de boxeo: el pasado siempre era mucho mejor. También para José Luis Garci, que lleva rodando más de cuarenta años y sólo en los diez primeros, los que median entre las dos asignaturas (pendiente y aprobada, 1977-1987), su cine se situaba en el mismo tiempo del espectador, un presente donde los personajes adquirían la fuerza de la verdad, el espesor del reconocimiento inmediato.
La trilogía inicial de Garci (Asignatura pendiente, Solos en la madrugada y La verdes praderas) forma parte del mejor cine de la Transición, del cine más vivo y significativo, con tipos apasionados, contradictorios, a ratos prepotentes, también con miedo a que todo se fuera al traste. Luego vino el díptico de El crack (1981) y El crack 2 (1983) que fue aplaudido por su originalidad al construir al detective privado Germán Areta, una figura de escasa tradición cinematográfica en nuestro país. Lo encarnó con mucha convicción Alfredo Landa, redimido del landismo por Juan Antonio Bardem poco antes, con El puente, y elevado a la cima interpretativa al año siguiente en Los santos inocentes, que le valió el premio de interpretación de Cannes junto a Paco Rabal.
Pero el cine de Garci desde 1994 (Canción de cuna) se decantó por el pasado, por la “irrealidad” de la literatura y los sentimientos, por las sublimaciones de la realidad histórica, por los espacios inventados y las vueltas de tuerca. Como se sabe por los programas de televisión que ha conducido durante mucho tiempo y han gustado a todo un sector de la cinefilia, Garci es un gran erudito y un apasionado del cine, concretamente del cine clásico norteamericano. Ese es el mundo que le interesa y al que se quiere mudar. Aunque lo traslade a lugares imaginados como Cerralbos del Sella, que se vuelve a citar ahora.
Este cine del pasado que representa El crack cero, preñado de cinefilia, imaginado a partir de novelas, urdido con placer ante la máquina de escribir, tiene virtudes como la dirección de actores que pulen los diálogos y el placer de la ambientación de los espacios; establece una realidad ficcional que no siempre resulta verosímil, aunque nos dejemos abandonar en esas atmósferas llenas de humo sin toser. Es un cine para cinéfilos, concretamente para cinéfilos de la vieja escuela, fascinados por el noir de los 40 y 50, por las oficinas con luz filtrada por las persianas de lamas y por diálogos redondos, con réplicas fulminantes, pero no necesariamente naturales.
Las dos primeras entregas de El crack también hablaban de la España de los primeros ochenta: Garci y los espectadores vivían en ese mismo tiempo, con las mismas preocupaciones que los personajes. Por el contrario, El crack cero se sitúa antes, entre la agonía de Franco y las navidades de 1975 y ya no somos contemporáneos del Germán Areta que tan bien compone Carlos Santos. El director nos quiere llevar desde 2019 a un mundo en blanco y negro que resulta más viejo que los cuarenta años transcurridos, porque Areta siempre fue en color (como Asignatura pendiente y el resto de aquellas películas). La trama policial es una mera coartada para dibujar tipos entrañables, felizmente encarnados por actores para quienes se han escritos; hay mejor resultado en las secuencias aisladas que en el fluir narrativo. Decididamente, una película que disfrutarán los seguidores de Garci.