Por este árbol, en efecto, corre la sangre de todas las vocaciones literarias de Julio Medem. Medem continúa siendo insolentemente fiel a su cosmogonía tan particular sobre los vínculos interpersonales, y todo lo que permite que sucedan, un tema evidentemente nuclear en su interés narrativo. El afecto o el sexo que procuraron los vínculos, la tierra sobre la que descansaron, los espacios físicos que los contuvieron, y el linaje de la sangre, que transporta cargas y guerras inevitables, pero también dones y percepciones ocultos a simple vista, están presentes y hermosamente filmados y cuidados en El árbol de la sangre, una película que el propio autor ha definido como una historia de amor entre dos personas que tienen una “verdad” que contarse. Para ello, ambos se reúnen en una casa familiar donde, en el pasado, un árbol crecía como testigo del vínculo principal que fue el germen remoto de su encuentro como pareja, y desde el cual se comenzaron a formar las sendas verdades que necesitan entregarse. En definitiva, las fugas y las máculas de un amor igualmente troncal entre ellos, fuerte y capaz de abrazar la luz y la sombra de su razón de ser.
Y entonces, una vez conectados con la tierra de aquel vínculo, y el espacio que lo alojó, comienzan a tomar conciencia de la sangre que comparten sus familias y de las casualidades inverosímiles que las unieron, en una obra coral de fina complejidad que, por muy poco, no derrama falsedad en su propósito, ni se permite caer en ese exceso de combinaciones infinitas que recurren inesperadamente a solventar la coherencia de la historia. Por muy poco, insisto, ya que hay leves explicaciones y flashbacks prescindibles, que realmente pasan desapercibidos bajo una refinadísima dirección clásica y preciosista, de la que Meden es un auténtico e innegable destrero.
El mundo Medem sigue siendo el mismo: sagas de familias unidas por pasiones tenaces, bajos impulsos y sentires nobles; ese sexo tan hiperbólico como solución inmediata y desesperada a cualquier problema (pero a cualquiera), que casualmente termina conduciendo a tremendas a catástrofes y profundos arrepentimientos en sus personajes que, tras cierta catarsis, terminan ensalzando la solidez de un único amor proyectante, acogedor y perdonador.
El árbol de la sangre llega en un buen momento de lucidez, lozanía y acertada conexión de todos estos relatos y personajes tan recurrentes en el cine de Julio.
La película se comporta muy bien en la extrañeza de las tragedias anunciadas por el clima y los animales salvajes, la intensidad de los actos puramente dramáticos y dialécticos, el suspense inducido por el sonido y las imágenes fantásticas, el interés documental por el marco histórico que la contextualiza y, además, astutas sutilezas como el evidente guiño a Cien años de soledad, y su representación de José Arcadio y Rebeca, con ese romance visceral que es “superior a todas sus fuerzas” (en el guión de Medem), y ese aurea de testosterona sucia y analfabeta de José Arcadio (Olmo en la película), que consigue aniquilar cualquier obstáculo a su paso y desbordar cualquier sentido común femenino sin hacer nada más que ser y estar.
Definitivamente, habrá personas que se sientan incómodamente sobrecogidas por un drama contado con tal fragancia estética (no siempre agradable), y tal centrifugado de corazones e intestinos, pero sin duda habrán asistido a una obra rauda y exuberante tanto en su buen hacer como en su contenido humanista.
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