Imágenes entrelazadas de una misteriosa urbe sirven de apertura a El gran movimiento, una película que en sus primeros compases nos transporta desde la piedra angular de las sinfonías de una gran ciudad de Watler Ruttman a la reinterpretación cósmica de Benidorm que realizó Ion de Sosa en Sueñan los androides. Pero la ciudad retratada no es ni una gran ciudad europea ni una capital del turismo. Es La Paz, una ciudad ubicada a 3600 metros de altitud y que actúa como sede gubernamental del pueblo boliviano. La radiografía de la metrópoli llega hasta un teleférico que atraviesa flotando una ciudad que en sí misma ya parece construida sobre el aire.
Pero la cámara baja a suelo firme, a dar forma a la realidad convulsa de una ciudad pobre, en constante protesta, donde unos mineros se manifiestan para exigir mejores condiciones laborales. El sonido de estas aglomeraciones y sobre todo de la violenta respuesta policial será el telón de fondo, la banda sonora presente en un segundo plano, que acompañará los personajes del film. Entre los cuáles encontraremos a Mama Pancha, actuando como la madre protectora de la ciudad, acogiendo a su supuesto ahijado Elder y ayudándole a encontrar trabajo. También aparecerá Max, gran amigo de Mama Pancha, vidente y querido gurú que vive en el extrarradio, es decir, en la verdadera jungla donde se construyó La Paz.
El gran movimiento borra la frontera que separa la ficción de lo documental, transitando constantemente entre ambos, mostrándonos tanto unos personajes absolutamente reales con sus propias jergas ininteligibles como interrumpiendo sin pudor el transcurso narrativo con un increíble número musical. Kiro Russo consigue que la propia ciudad sea la protagonista y camine delante de nosotros de la mano de sus extraordinarios personajes. El resultado final de la experiencia es desconcertante, quizás poco accesible para algunos, pero lo que nadie debe dudar es de la valía de esta película tanto por su singularidad como por representar una cinematografía totalmente desconocida.