Suele ocurrir en muchos documentales (y largometrajes de ficción) que una muy atractiva premisa inicial no aguanta los 90 minutos de rigor para que el tema no resulte repetitivo y obvio en su mensaje. Ese era mi temor al enfrentarme a Blackfish, la historia de la orca Tilikum desde el día que fue atrapada para trabajar en un parque Seaworld. Pero Blackfish obra una especie de milagro al conseguir que captemos la psicología del animal, o el menos acercarnos a tan extraño misterio.
El objetivo ecologista está claro: el estrés que sufren las orcas en estos lugares es evidente y el hecho de que estos animales son potencialmente asesinos queda claro desde los primeros minutos. Pero lo más impactante es ver hablar a antiguos cuidadores que demuestran un enorme amor y cariño hacia el animal, pero a la vez un palpable respeto y miedo. El juego de víctimas y verdugos que propone Blackfish resulta ser lo más interesante a la hora de entender las reacciones de un animal que, desgraciadamente, no puede aportar su punto de vista.
Blackfish podría haber sido más arriesgado y proponer una narración algo menos convencional, pero la humanidad que desprenden todos los testimonios es suficiente al menos para tocarnos la fibra sensible. Sentimientos primarios como el miedo y el instinto de supervivencia quedan perfectamente reflejados como si fuese la misma orca la que nos lo contase, de forma que la, en principio, antagonista de la historia se termina convirtiendo en la principal víctima.
No hubiese venido mal la versión de algún defensor del Seaworld, pero como en muchos documentales, la dependencia de los entrevistados pasa algo de factura a la película. Este punto no hace sino dejar al enemigo en la sombra, como esa corporación misteriosa e inaccesible que no se atreve a dar la cara. Al final, ese adversario invisible termina siendo más temible que la orca asesina a la que le terminamos cogiendo cariño.