Agnese vive en esa turbulenta edad en la que todo parece estar mal y bien a la vez. Y lo peor de todo es tener la influencia, supuestamente beneficiosa, de una comunidad fieramente católica. Por un lado, Dios, o sus acólitos, incluso tu madre, dice que has de evitar esos impulsos sensuales que te sofocan el bajo viente. Por otro lado piensas que quizás no está tan mal, que lo hace todo el mundo. Y que, gracias a ello, precisamente, el mundo sigue. Es una chica con un corazón puro: ayuda a una comunidad gitana, refugiada en un solar anexo a un supermercado, esos lugares en los que, día tras día, se desperdician toneladas de comida.
Stefano es un canallita con un corazón puro, pero menos. Comete pequeños atracos junto a un amigo narcotraficante, de peores hechuras, pero intenta remidirse. Continuamente. Trabajo tras trabajo, intenta ayudar a su desestructurada familia, a punto de asumir un embargo, formada por un padre pusilánime y una madre que, simplemente, ha llegado a ese punto en la vida en la que ya solo le apetece dejarse llevar. Stefano tiene buenas intenciones: en el fondo, solo busca su lugar en el mundo, quiere enamorarse, hacer las cosas bien… pero esta sociedad actual se lo impide, día tras día.
Si los dos párrafos anteriores tienen un pequeño tufo a cliché, no se asuste: Corazón puro es una película ceñida, exclusivamente, a las formas más clásicas del cine social. Tenemos a la madre que se preocupa de su hija adolescente; tenemos a la hija adolescente llena de dilemas; al chico con problemas aunque bueno en el fondo; familias que no funcionan, policías que gritan y delincuentes de barrio. Nada nuevo bajo el sol.
La poderosa interpretación de Selene Caramazza no evita que Corazón Puro caiga en la más pura mediocridad, sobre todo cuando, hacia el tramo final de película, esta se decide por un giro, metido con calzador, que rompe con el tono de la obra, que pasa del naturalismo al thriller urbano, con más pena que gloria.