El tiempo lo destruye todo. Estas cinco palabras encerraban dentro de sí la terrible historia, en reverse, que nos contaba Gaspar Noé en Irreversible. Las mismo cinco que recorren cada uno de los bellísimos fotogramas que compone esta magnífica El mar nos mira de lejos, debut en la realización del sevillano Manuel Muñoz Rivas. Una pausada e hipnótica visita al Parque de Doñana, en la que el director de fotografía, Mauro Herce, apuntala cada una de sus imágenes en el rastro de trabajadores y oriundos, trazando, a su vez, una trayectoria de vuelta al pasado, como ecos que reverberan, místicos, de civilizaciones gloriosas que cayeron en el olvido.
El trabajo de El mar nos mira de lejos es descomunal y basa todo su poderío, principalmente, en como el tiempo modifica el paisaje de sal, arena y agua del Parque. Un espacio que se transforma, brutalmente, en el espacio que va del verano al invierno. Sus pocos habitantes se dedican a la pesca, elaboran sus propias redes, y pasan el tiempo libre en el porche, en las playas arenosas mientran comen fruta y sus perros se dedican, afanosos, a lavarles su cara cuarteada de salitre. Las pocas conversaciones que vislumbramos entre sus gentes surgen espontaneas, muy querientes de este estilo (no) documental tan querido por cineastas como José Luis Guerin. Unas conversaciones que, de tan vivas, hubiésemos querido haber visto en más ocasiones. Pero el director necesita establecer un diálogo con el pasado y seguramente no haya tiempo para todo. Los antepasados de las personas que ahora pueblan Doñana solo quedan ya impresas en el papel fotográfico, alumbrados por una luz de candilazo que aparece y desaparece sobre ellos. Un tiempo en el que parecía que aquellas tierras, bañadas por el oceano atlántico, parecían albergar otros mundos bajo ellas. Tierras que, a su vez, quedarán sepultadas por otras que lleguen.
Manuel Muñoz Rivas deja que El mar nos mira de lejos respire, exigiendo al espectador que sea parte cómplice de su relato. En ocasiones su mensaje es claro: ese autobús de turistas, cuyas ruedas se hunden en la arena de la playa, como huella indeleble que pronto, la marea, se dedicará a cubrir; esos planos larguísimos de dunas que, gracias a la inercia y al poder del viento, modifican su forma; esas postales inquietantes y sombrías de los apartamentos de verano, cuyas persianas, meses antes, desconocían lo que era estar cerradas. En otras ocasiones, simplemente, lo que debe hacer el que se atreva a entrar en el universo magnífico de Doñana es dejarse llevar. Dejarse mecer por el tiempo y por el aire, por la arena y la sal, y por ese mar que nos mira de lejos y que, tarde o temprano, acabará por enterrarnos a todos.
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