El día que se anunció la compra de Lucasfilm por parte de Disney muchas alarmas empezaron a sonar. La alarma buena nos decía que tendríamos películas de La guerra de las galaxias hasta el fin de nuestros días; la mala, que Disney metiese tanta mano en el asunto que terminase de infantilizar una saga que, aunque nunca se había caracterizado por su madurez, en manos de Lucas había alcanzado simas pueriles. Tras el empacho nostálgico que fue El despertar de la fuerza, Rogue One: Una historia de Star Wars viene a ser el intento de dar seriedad y gravedad al asunto guerrero, quedándose en un terreno intermedio tan complaciente y apropiado como insatisfactorio.
Para los despistados señalar que Rogue One: Una historia de Star Wars se sitúa en un espacio intermedio entre el Episodio III: La venganza de los Sith y el Episodio IV: Una nueva esperanza (la que habitualmente llamamos La guerra de las galaxias de toda la vida). En ella se cuenta cómo una serie de pícaros consiguen hacerse con los planos de la Estrella de la muerte que posteriormente Luke Skywalker usará para hacerla explotar. El grupo que se encarga de tan suicida misión está formado por una suerte de mercenarios y rebeldes asesinos que deben encontrar a un terrorista extremista para recibir su ayuda. En cambio, en la película de Gareth Edwards, este escuadrón habla sobre su carácter oscuro más que mostrarlo: nos dicen que todos tienen un pasado lleno de violencia y malas acciones cercanas a lo que podríamos llamar un terrorismo de Estado.
Así contando podría parecer que estamos ante un Doce del patíbulo de la galaxia, pero no olvidemos que Disney anda de por medio y que la saga no deja de ser para niños. De este modo, se produce en Rogue One: Una historia de Star Wars una disonancia que hace que la película no alcance todo su potencial: sus personajes prometen más de lo que dan en pantalla, quedando todos sus conflictos y traumas en un off que nunca llega a tener presencia ni desarrollo en la historia.
Quizás sea algo injusto juzgar Rogue One: Una historia de Star Wars por no ser una película más compleja y oscura, pero es que simplemente no quiere ser esa película: prefiere quedarse en un cómodo (y creativamente insatisfactorio) punto medio en el que tanto niños y mayores salgan aliviados, y algo compungidos, pero sin haberle dañado las retinas y los cerebros. Y por supuesto, nada de buscar paralelismos o concomitancias con la realidad política del mundo, de Trump a ISIS; en Disney no quieren oír hablar del tema, no sea que a alguien le dé por elaborar un pensamiento crítico.
Habiendo dejado claro el principal problema que surge ante el visionado de Rogue One: Una historia de Star Wars, cabe destacar que no deja de ser una propuesta que cumple la función de entretener y servir como nexo a los dos episodios de la saga anteriormente mencionada. El multirracial (y multisexual) reparto se adapta al signo de los tiempos con la idea de reflejar una galaxia donde la multiplicidad étnica afecta también a los humanos. Incluso con idea de mantener un robot como alivio cómico, nos introducen a K-2SO, un androide proveniente del escuadrón de la muerte imperial y reprogramado para servir a los intereses de los rebeldes. Especialmente inquietante resulta la incorporación de un par de personajes de anteriores películas que habrían hecho las delicias de Masahiro Mori.
Si Rogue One: Una historia de Star Wars no perteneciese al corpus al que pertenece quizás seríamos más duros con ella. No cabe decir ni mucho menos que sea una película fallida: es un filme más que correcto y que cumple con su objetivo de ofrecer un acercamiento algo más bélico (sin pasarse) que sus antecesoras. Tengamos en cuenta que hay un samurai ciego, una chica medio huérfana más valiente que todos los demás personajes juntos, un robot con más carisma que muchos de sus acompañantes y una aparición estelar que hará las delicias de los más fans de la galaxia. Quizás tampoco debemos pedirle más.
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