Tirando de Google Maps, como todo buen millennial sin sentido alguno de la orientación, llegué a la ubicación del pase de prensa donde se proyectaba Operación Concha. Fue extraño, no había oído hablar de esa película hasta que recibí la invitación por correo electrónico, pero más lo fue cuando descubrí que no había ningún cine en aquella ubicación.
Al ver que un grupo de personas hacían cola para entrar en lo que parecía ser un hotel que coincidía con la dirección indicada en el correo, entré sin darle mucha importancia al hecho de que nunca me hubiera percatado de que había un hotel en aquella calle. Y todo pese a vivir prácticamente al lado e incluso pasear asiduamente por la zona. Lo achaqué a mi falta de atención, aunque bien podría tratarse de un lugar como el andén 9 y ¾ de la franquicia de Harry Potter y que sólo se abre para los que están invitados al pase en cuestión.
Le dije mi nombre y apellidos a la chica que estaba pasando lista, sin darme cuenta de que al hacerlo estaba solapando sus palabras. Ella estaba presentándose también. ¿Por qué? No lo entendí. ¿Por qué querría otro ser humano, en ese contexto, interactuar conmigo? No me quedé con su nombre, pero sí con que trabajaba en Filmax. Tanta educación no podía presagiar algo bueno. Las distribuidoras sólo son amables con los críticos cuando saben que tienen una buena turra entre manos.
«Puedes pasar. Bueno, ya sabes dónde es, ¿no?», me dijo. Pero no, no sabía dónde era. ¿Cómo lo iba a saber? Dijo que me dirigiera al ascensor y bajara a la planta -1. ¿Un pase de prensa en el sótano de un hotel? En lugar de ir a ver una película, cada vez estaba más convencido de que me había confundido de local y me había metido sin querer en una de estas orgías con mascarada que deben de organizar los miembros octogenarios de la jet set de Barcelona.
Atravesé un pasillo que parecía la versión cañí de la Logia Negra y me topé con un bar reminiscente al del Hotel Overlook. Todo buen rollo. Encontré una puerta con un cartel que rezaba «ON AIR» y asumí que el pase tendría lugar en esa habitación. Nada más abrir la puerta, un intenso aroma a Varón Dandy penetró en mis fosas nasales como si me las hubiera violado un pulpo con sus tentáculos. Nada de butacas cutres de cine, butacas caras, de salón de casa. Con reposapiés y una mesita de noche con lámpara al lado de cada una. La sala era pequeña, pero la gente que allí estaba parecía pertenecer a la ÉLITE de la crítica cinematográfica catalana. ¿Sería éste el sitio donde invitan a los críticos de verdad habitualmente?
Antes de que el ambiente empezara a parecerse aún más al de una hipotética versión de Eyes Wide Shut dirigida por Bertín Osborne, se abrió un telón que descubrió una pantalla pequeñísima pero desde la que pude ver la película que hoy nos ocupa de la forma más cómoda posible. Así en frío, una vez terminada Operación Concha, os puedo decir que casi prefería el plan de la orgía octogenaria.
«¿Quién escribió esta bazofia?», «¿Por qué pensó que sería buena idea?», «¿Quién leyó ese guión y no se cagó encima?», «¿Quién leyó ese guión y no sólo no se cagó encima sino que además quiso financiarlo?», «¿Qué esperaban conseguir con esto? ¿Blanquear dinero?», «¿A quién se dirige realmente esta película?». Todas estas son las preguntas que se me pasaron por la cabeza durante la eterna hora y media que estuve sentado en aquella butaca tan confortable viendo Operación Concha.
Porque Operación Concha es una obra completamente anacrónica, dirigida a ningún target en particular y que no funciona por mucho que los actores lo intenten a ratos. Este intento de comedia negra de enredos cuya mayor parte de gags consisten en acoso sexual e intentos de violación parece haber empleado el 60% de su presupuesto en pagar los caprichos de Jordi Mollà. Esto último no me parece del todo mal, Mollà no deja de ser en cierto modo lo mejor y lo peor de la película. Vamos, igual que en Dos Policías Rebeldes 2, pero con menos gracia.
Lo curioso es que en el guión de Patxo Tellería y Antonio Cuadri (que también se encarga de dirigirla) se atisba un enorme y sincero amor por el cine. Lo que sí es una lástima es que parezca que todo ese amor se lo profese sólo al cine más casposo imaginable. Mucha picaresca española por bandera y cantidades industriales de vergüenza ajena. De poco sirve un Karra Elejalde tan entregado a la causa si luego el material con el que trabaja es casi peor que el de Ocho Apellidos Vascos.
Si fuéramos muy optimistas podríamos medio-pasar por alto que esté escrita con el piloto automático y centrarnos en la buena factura técnica del film. Quizá deleitarnos visualmente con los breves atisbos de paisajes del País Vasco o reírnos un poco en los pequeños momentos de lucidez que a veces protagonizan los (simpatiquísimos y desaprovechados) personajes del mafioso ruso y sus sicarios. Podríamos incluso alabar cierto giro argumental que tiene lugar hacia el final y que reconozco no haber visto venir.
Lo malo es que después de ese giro viene otro que puede olerse a kilómetros de distancia. Y esto no sería tan grave si no fuera porque ocurre en la misma película donde el protagonista es básicamente un sex offender romantizado al que incluso se le recompensa el comportamiento con un final feliz. En cualquier caso, no pasa nada. Dentro de unos años podremos ver Operación Concha —si es que existe algún motivo real de peso para hacerlo— y excusarnos diciendo que, bueno, estábamos en 2017 y que, claro, eran otros tiempos y otras sensibilidades.