Hace poco, rememorando viejos tiempos, vino a mi memoria la imagen de un zagal de mi instituto que hizo de mi su presa allá por la primavera de 2009. Hilando recuerdos, también me acordé de la difícil infancia de uno de mis compañeros de clase, que si bien bailaba entre el insulto y el terminar en el cubo de basura a manos de sus propias «amigas», su aparente débil carácter sólo le reportaba miseria y la indiferencia del mundo. A día de hoy, aún me encuentro regularmente con ese joven por los rellanos de la facultad, y el verle rodeado de compañeros charlando despreocupado, como si el mundo no fuese con él, me hace pensar que el bullying, sin dejar de representar la crueldad de un niño, puede terminar siendo el rito de paso que conforma una mentalidad adulta. Moonlight no es una película sobre la situación marginal afroamericana, no es una película sobre la homosexualidad, pero tampoco es una película sobre el bullying: Moonlight es una película sobre como la vida y sus golpes nos moldean y convierten en lo que somos, para bien o para mal.
Lo primero que me atrajo de la obra de Barry Jenkins fue su sutileza a la hora de tratar sus temas. No estamos ante una obra reivindicativa al uso, no pretende serlo en absoluto. En comparación con los demás nominados a los Oscars como Figuras ocultas, la temática afroamericana de la que aparentemente hace gala (al menos por el boca a boca) queda relegada a mero contexto. Moonlight es la historia de Sharonne, la cual nos es contada desde su infancia hasta su madurez. La película abandera sus temas sociales sin pretensión alguna; realmente, no se llegan a percibir como tales, sino que simplemente enmarcan los límites de la obra. En cierto sentido, va más allá de cualquier película del estilo, pues no proclama cual pancarta por los derechos de los afroamericanos, sino que universaliza de tal manera su historia que poner a un hombre blanco o uno de color no afectaría en absoluto a la historia, de ahí su magia. No obvia en absoluto la precaria situación de los ghettos norteamericanos y el peligro de las drogas, pero no busca clamar al cielo por una mayor justicia, sino que refleja la situación y enmarca sus acciones en ellas, lo cual convierte esta película en una obra de una honestidad encomiable.
Lo mismo ocurre con el asunto homosexual. Moonlight asume la validez de esta inclinación y prefiere contar una preciosa historia de amor a través del tiempo antes que una guerra social. En ese sentido, se acerca obras como La vida de Adèle y se aleja de Hollywood, más propenso a obras como Philadelphia o Mi nombre es Harvey Milk. Esto le aporta a la película un carácter íntimo que, unido a su sinceridad, hacen de Moonlight una obra refrescante. De nuevo, no termina de desligarse del tema social. Jenkins liga la homofobia al acoso escolar que sufre Sharonne durante su infancia y adolescencia, pero no son tanto un fin como un medio para retratar los baches en la vida del protagonista, pues, como mencioné al principio, esta película trata en última instancia sobre el proceso de crecer y de alcanzar la madurez, conformar tu identidad, ya sea creandote falsos escudos o sobreponiendote a la adversidad. No es rompedor ni mucho menos novedoso, pero si que le otorga a la cinta ese toque especial que la hace destacable: sinceridad, amor, intimidad… corazón.
A todo el conjunto le ayuda su hermosa fotografía, cercana en muchos puntos al Winding Refn de Drive pero muchisimo más comedido. Los colores transmiten una sensación relajante que concuerda con el carácter íntimo que presentan sus hermosas escenas, y su dirección se revela relajada y dinámica cuando tiene que serlo, apostando por la puesta en escena y el ritmo a fuego lento, tomandose el tiempo necesario para contar lo que necesite y haciendo gala de una sutileza pasmosa en el diálogo. La música también juega un papel fundamental aderezando estas ideas de las que ya hemos hablado, pero el silencio, sin embargo, es la gran baza a la hora de transmitir la gran intensidad de emociones que presenta la cinta.
Moonlight deja con muy buen sabor de boca. Es un film decoroso que sabe administrar con mano experta la dureza de su argumento, rebajada con escenas bellisimas y su falta de pretensión. Su final no presenta ningún cierre concreto, pero sí que revela el mensaje final de la película y la convierte en un todo coherente. La la land será la gran favorita para estos Oscars 2017, pero la cinta de Barry Jenkins no tiene nada que envidiarle a Chazelle. Quizás olvidemos ambas en un futuro, quien sabe. De momento, si mi corazón ha vuelto a aquel chiquillo de 2009, algo tendrá esta película de especial entonces, ¿no?
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