A cualquier persona que conozca la casa de mis padres por primera vez le suelo decir en broma que no pregunte por los aviones. Durante años, mi padre ha ido coleccionando todo tipo de cazas y bombarderos hasta convertir nuestro salón en una galería de historia. Me gusta creer que esa fascinación por el pasado es la que me ha llevado hasta donde estoy ahora. A temprana edad, ya sabía que la batalla de Midway fue el punto de inflexión en la guerra del Pacífico. Mientras jugábamos a Pacific Warrior II, mi padre me contaba cómo los dauntled se lanzaban en picado para hundir los portaaviones japoneses al no contar los americanos con torpedos fiables. Es curioso tener buenos recuerdos de algo que resulta tan doloroso, pero gracias a ellos pude ver en la nueva obra de Roland Emmerich sin reparar demasiado en sus imperfecciones.
De casualidad, hace dos años revivimos Dunkerque dos veces: Joe Wright optó por retratar la oscura encrucijada en la que Churchill e Inglaterra se encontraba por entonces mientras que Christopher Nolan decidió incidir en el componente humano que vivió en sus carnes aquella masacre. Un guionista siempre se ve en la necesidad de acotar su historia para que no le desborde. Dunkerque es uno de esos hechos que lo necesitan, Midway es otro. Siguiendo la estela de la cinta original, Midway aborda el conflicto desde Pearl Harbour para sentar las bases. Al igual que Independence Day, esta es una remontada en la que los ánimos se ven amenazados constantemente; lo que se pierde en el camino marca el rumbo a seguir en esta historia de sacrificio que, curiosamente, no está dispuesta a sacrificar. Me explico. Midway no sólo fue una batalla naval, también fue estratégica. Emmerich no está dispuesto a decidir entre una faceta o la otra del mismo modo que tampoco está dispuesto a prescindir de sus arcos de personaje, aunque no importen. La película queda constreñida por completo al no querer dejar nada fuera, lo cual es contraproducente porque más personajes no implica una mayor empatía; más perspectivas no implican una mayor profundidad; más contenido sí implica una asfixia al espectador, que carece de espacio para asimilar lo que ve en pantalla.
Roland Emmerich se ve obligado a ser utilitario y sacrificar aquello que haría de esta película algo decente. Este es un director especialmente efectista y simple, más pendiente del espectáculo que de la emoción. Midway en ese aspecto no nos iba a sorprender. En esta ocasión, al menos ha procurado buscar el suspense de alguna forma. Durante el previo a la batalla, dispone sobre el tablero todos los elementos a tener en cuenta, todo lo que puede salir bien y aquello que puede fallar. Sin embargo, para entonces el espectador está ya saturado, y Emmerich se ve en la obligación de acelerar para llegar a la acción. Se rompe el suspense, empiezan las explosiones. Aún así, sigue intentándolo. Las escenas bélicas ni siquiera son un portento en cuanto a medios – hacía mucho que no veía un CGI tan malo, siendo franco -, así que intenta darle algo de tensión, sin mucho éxito. Los ataques en picado de los dauntled son los instantes de mayor nervio, así que lo repite tres o cuatro veces. Date por servido.
Flyboys me recordó una emoción que no vivía desde mis vuelos en el Pacific Warrior II. En el aire, no sólo importa ser más veloz que tu rival. En el dogfight (así se denomina al combate entre cazas), se juega al despiste, a trazar un plan en milésimas de segundo para lograr ponerte a la cola de tu oponente. Hoy día los aviones son piezas de una estrategia mayor, un cartucho a quemar, pero durante las Grandes Guerras no había mucha diferencia entre un combate aéreo y uno de espadas. Flyboys supo aprovecharlo para hacer interesante sus batallas, Midway en cambio lo reduce a un apunta y dispara. Roland Emmerich, quizás el director menos apropiado para generar emoción, hace gala de lo que se espera de él. Estoy seguro de que había una intención en todo ello, seguramente el patriotismo de estos personajes, héroes reales, ha insuflado de espíritu americano el corazón de algún que otro yankee, pero para aquellos que consideran que el manido sentido del espectáculo del Hollywood más tradicional ya no sirve de poco nos vale el patriotismo. Al menos me quedaré con el respeto magnánimo que esta obra guarda para con el japonés, condenando aún así sus atrocidades. Poco más le puedo sacar a una obra tan vaga. Puestos a elegir, me vuelvo a mis recuerdos.
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