Carlos Vermut elige para el título de su última película el nombre de una figura mitológica, la mantícora, que en el bestiario se representa con cabeza humana, cuerpo de león y cola de dragón o escorpión; en todo caso, una quimera amenazante y peligrosa, símbolo del Mal. Lo mismo que los monstruos que el personaje central de esta historia, Julián, diseña con el ordenador para una empresa de videojuegos.
Julián es un veinteañero que vive solo, absorbido por un trabajo que le gusta; no se relaciona más que episódicamente con la gente y nunca ha tenido pareja. Un buen día, tiene que revestirse de valor para entrar en el piso al lado de su casa, donde se ha declarado un incendio, y salva a un niño que pedía auxilio. Este episodio desata sus fantasmas interiores, somatizados en forma de ataques de ansiedad. Sin embargo, inicia una amistad con encuentros cada vez más frecuentes con Diana, una chica que cuida a su padre, postrado en cama tras sufrir un ictus.
Carlos Vermut escribe y dirige una película sensible, inteligente, arriesgada, compleja dentro de una aparente sencillez. Hay una historia de amor de dos veinteañeros a quienes parece costarles trabajo llegar a una relación más íntima, lo que permite al director abundar en el tiempo necesario para el amor, cuando el cine —y, quizá, la realidad— muestra únicamente flechazos y relaciones con fecha de caducidad. Pero, sobre todo, el director nos invita a pensar en el monstruo interior que puede albergar cualquier ser humano, a preguntarse qué hay en la cabeza de un terrorista, un asesino, un violador o alguien capaz de cometer crímenes con un daño horrible a otras personas.
Esta pregunta está en el fondo de Mantícora y hay que hacérsela a la salida del cine. El director la plantea y, odiando el delito y compadeciendo al delincuente —según recomendaba Concepción Arenal— hasta recupera en el último minuto al probable criminal y plantea el amor como terapia.
No podemos desvelar más porque arruinaríamos la experiencia estética del espectador que observa con paciencia la vida de Julián y va descubriendo poco a poco una parte de su personalidad mientras ignora el resto: aficiones, amistades, familia, etc. Vermut da una espléndida lección de cine en el manejo del tiempo, de la dosificación de la información y, sobre todo, de llevar al espectador a lo largo de una historia que parece vacua pero no le echa del cine. Sin efectismos ni énfasis, lleva el relato con naturalidad a un clima dramático que, también, el punto central de la pregunta formulada arriba.