Con una fidelidad a prueba de fuego –a su esposa/musa, a sus actores, a los temas comprometidos y a su Mediterraneo marsellés y multicultural- cada nueva entrega de Robert Guédiguian reafirma la solvencia, profesionalidad y talento de un cineasta que también ha firmado documentales (excelente Presidente Miterrand, 2005) y obras de cine histórico (L’armé du crime, 2009) y político (Una historia de locos, 2015) con un trasfondo moral que otorga solidez y pervivencia en el tiempo a sus historias. Pero, además de talento y destreza profesional acreditada a lo largo del tiempo, hay que haber vivido mucho y haberle sacado partido a la vida para rodar una pieza como La casa junto al mar, con personajes al borde de la jubilación –esto es, con la vida ya hecha- que aún tienen que cuidar a sus padres. Esa edad, llena de complejidades y equilibrios casi imposibles, resulta de gran plasticidad dramática, pues permite poner en escena a tipos humanos con arrugas y cicatrices, que han vivido lo suficiente como para no dar pasos en falso, y al mismo tiempo con el suficiente coraje como para ser capaces de quemar las naves y emprender nuevos derroteros.
Guédiguian se vale de los personajes de su tercera película (Ki lo sa?, 1985) interpretados por Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan para llevarlos a la misma casa familiar (la villa del título original) donde el ya anciano padre ha sufrido un ataque cardíaco que le ha dejado en estado semiinconsciente. La casa se ubica cerca de Marsella –como casi todo el cine de Guédiguian-, en un pequeño puerto en una cala, mirando al Mediterráneo; un lugar recóndito, como anclado en el tiempo, de espaldas a un mundo estridente representado por ese tren veloz entrevisto en lo alto del puente. Se juntan en la casa el hijo mayor Armand, su hermano Joseph –escritor frustrado que llega con una chica mucho más joven- y la hija Angèle, que no ha perdonado a su familia la muerte de su hija ahogada en el puertecito. Una pareja de ancianos vecina se resiste a que le suban el alquiler de la casa y tampoco admite el dinero de su hijo; algunos soldados visitan el lugar en busca de inmigrantes ilegales.
Un grupo mínimo con la crisis del ataque cardíaco en la pequeña cala del Mediterráneo configura la síntesis del mundo que propone La casa junto al mar: es lo que siempre consiguen los grandes dramaturgos y cineastas, convertir una aldea con media docena de tipos en un microcosmos significativo del conjunto de la sociedad. Armand se ocupa del restaurante familiar de cocina casera y limpia los caminos forestales y deja agua y alimento para los conejos o las aves del monte bajo que rodea el lugar; Joseph mantiene una relación sentimental con fecha de caducidad, pues su ritmo vital es incompatible con el de su joven novia; por el contrario, tras resistirse un tiempo la Angèle encontrará bálsamo para sus heridas en el amor platónico y entregado que le manifiesta el pescador Benjamin.
A la crisis de la enfermedad se suma una sorpresa que, a la postre, permite a estos personajes un tanto desnortados afianzar sus pasos y reencantarse en el mundo. Pero la esperanza no está en la comodidad ni en viejas convicciones, ni siquiera en lo que uno puede elegir, sino en lo que llega de fuera y trastoca nuestras vidas. La casa junto al mar es toda una declaración de intenciones del combativo Robert Guédiguian (¡loado sea entre las deidades cinematográficas!).
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