Una de las particularidades que más me apasionan del anime es su obsesión por concentrar las emociones en el momento. La sensibilidad nipona contempla un mundo donde los acontecimientos no son una mera sucesión de hechos que viene uno detrás de otros y a sus artistas no les tiembla el pulso a la hora de dilatar una escena con tal de alargar el sentimiento que transmite. Hideaki Anno, con Neon Genesis Evangelion, deja un plano fijo mientras sus protagonistas hablan de sus cosas en off y, sin conformarse con ello, te planta escenas como la del ascensor. Es un rasgo definitorio de la estética anime, pero no es exclusivo – sólo hay que ver lo que David Lowery ha hecho con A ghost story, muy en la linea de Anno. Michael Haneke es uno de los grandes referentes en lo que respecta a este lento tempo, y con Happy end vuelve a hacer gala de ello, para bien o para mal.
Si hay una palabra que define a este director austriaco, es «versatilidad». Mientras otros directores como Zack Snyder obligan a la obra a adaptarse a su estilo, Haneke convierte su maniera en un vehículo expresivo ajustado a las necesidades de cada guión: en Funny Games, el juego entre lo que se muestra y lo que se oculta reforzaba la tensión y la burla hacia el morbo del espectador, mientras que en Amor, la lentitud reflejaba la senectud de sus protagonistas. Haneke rara vez se aleja de sus códigos, pues los acomoda a cada situación y sin embargo, en Happy end no he llegado a ver ese significado en su particular cadencia. Teniendo en cuenta el argumento, podría tratarse de un acercamiento a la cotidianidad, pero no estamos ante sucesos corrientes y mundanos y tampoco es que se recreé en acciones del día a día. Además, tampoco ayuda a crear tensión entre los personajes porque, por lo general, cada uno va a su bola.
Quizás esto sea fruto de una mala concepción por mi parte y no siempre sea así. Lo cierto es que, en esta obra, Haneke sigue haciendo gala de esa destreza narrativa en la imagen con perlas brillantes que, por desgracia, son un pequeño brillo en un mar de oscuridad, porque por un lado tiene momentos como el de la playa o los directos del móvil, y por otro tenemos escenas como la de Eva haciendo la maleta, que se alargan hasta la saciedad y, en muchos casos, contribuyen poco o nada al conjunto. Esto acaba con la paciencia del espectador, que se relaja y desatiende, error fatal en una obra de Haneke debido a su magnífica sutileza.
Todo esto afecta a la tónica general de la historia. Por lo general, los argumentos del austriaco no se desvían mucho del punto de vista único: mismos personajes en una misma línea argumental. Aquí, Haneke se atreve con un punto de vista múltiple que pretende mostrar distintas miradas sobre el mismo tema, es decir, nuestra infelicidad a pesar de tenerlo todo. Es una oportunidad perfecta de mostrar un retrato horizontal rico, mas se aprecia que Haneke no sabe desarrollar en ese sentido. Su cine siempre se ha aprovechado de la sencillez del enfoque único para llenar de detalles sus historias y, ahora que pretende hacer algo nuevo, la mayoría de sus arcos son algo planos y, en el caso del Anne Laurent (Isabelle Huppert), inútiles. Además, ese exceso de sutileza vuelve a jugarnos una mala pasada al comienzo, cuando las relaciones entre los sucesos y entre los personajes se están presentando. No es excesivamente complicado de entender, pero sí puede resultar confuso. A esto hemos de sumar a su vez un avance errático en el la trama camina en un limbo entre el retrato y la estructura clásica. Al final se decanta por lo primero, pero para entonces el desarrollo se vuelve caótico y las buenas intenciones caen en saco roto.
Michael Haneke no sabe estructurar, de nuevo, una historia de tal manera, mas lo peor es que no le hace falta porque la trama podría haberse articulado sobre Eve (Fatine Harduin), que es en definitiva el arco más importante y el mejor trabajado. A partir de ahí, el cineasta podría haberse vuelto loco, sobre todo porque tienes el prisma y la visión de una joven adolescente que deforma todo con su mirada. También podría haber profundizado en el asunto de las apariencias en el personaje de Anne Laurent, y así dejaría de ser un arco desaprovechado. Happy end podría haber mejorado en tantas cosas para convertirse en una gran película que me apena, sobre todo porque el material está ahí y Haneke es consciente de ello porque usa parte de él. Tiene grandes detalles como su comparación con los estratos más humildes de la sociedad, mostrando la infelicidad de estos pobres burgueses sobre la sencillez de sus sirvientes o la honestidad de los inmigrantes; es algo, de nuevo, muy sutil pero que flota en el ambiente. Esta película es, en el fondo, una mina en bruto mal administrada.
Happy end no es una mala película en absoluto, y a pesar de ser una de las peores cintas del austriaco, sigue siendo mucho mejor que otras tantas producciones de festival. Michael Haneke demuestra con su buenhacer que es uno de los autores contemporáneos más destacados de la esfera europea y quizás por ello este film ha decepcionado y descolocado a tanta gente. Así pues, no hemos de perder la confianza; estoy seguro de que aún tendremos buen Haneke de sobra.
Habiendo terminado ya este análisis general, quiero hacer hincapié en un aspecto en concreto de la película que, ciertamente, me ha molestado un poco. A partir de aquí habrá spoilers tanto de Happy end como de Amor, de ahí tanta separación, pero no quiero irme sin comentarlo.
En Death Proof, Tarantino establece una serie de conexiones con el universo de Kill Bill mediante algunos paralelismos y, sobre todo, con la presencia del sheriff y su «hijo nº1». Más allá de ese interés por conectar historias, Tarantino establece guiños y referencias enfocadas al deleite más primario del espectador, que se siente culto por unas décimas de segundo al sumar 2 y 2. Así, Tarantino dio el pistoletazo de salida a lo que a mí me gusta llamar el fan service de autor. 10 años después, Shyamalan hará lo mismo con Múltiple y El protegido, y Haneke lo hará con Amor y Happy end. El señor Laurent cuenta al público cómo cuidó de su esposa en su dura enfermedad hasta que, por piedad, la ahogó sin dudar. Con ello, Haneke nos resume el argumento completo de su anterior película en lo que, de nuevo, es un intento de continuar la historia y, además, rendir homenaje a la difunta Emmanuelle Riva.
No estoy en contra de estos detalles, aunque me extrañen y descoloquen tanto. En este particular caso, además, es un detalle hermoso y un duro golpe para nosotros, pero en este mar de buenas intenciones Michael Haneke hace un duro sacrificio. El final de Amor, de una forma tan sutil como el propio director, nos revela la muerte del devoto esposo, dándonos a entender que siempre estarán juntos. Es un final arrollador, pero con un toque maravillosamente esperanzador. Haneke actúa con toda la buena intención del mundo en dicho homenaje, pero por el camino se pisa a si mismo y destruye uno de los finales más perfectos y emotivos de los últimos años, y eso, personalmente, me entristece.
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