Imagina a un pintor que se está preparando para realizar un retrato. Observa, captura, bosqueja los gestos, movimientos y expresiones de una joven bella y luminosa, de mirada inocente y discretamente emocionada por un futuro perfecto en el que le espera una vida de apacible felicidad. El artista tiene entonces una visión funesta, un destello lúgubre, y de sus manos brota finalmente una imagen de una mujer mustia, trágica y con la mirada perdida en un horizonte brumoso, como esperando a alguien o algo. Esta especie de profecía fatídica se esconde casi en el principio de El jardín de Jeannette (Une vie), de Stéphane Brizé, intercalando un plano sepulcral entre los momentos iniciales y más felices de la historia de Jeanne, la sufrida protagonista de la novela de Guy de Maupassant.
La narración de este devenir trágico-romántico de esta mujer del siglo XIX, se nos muestra desprovisto de cualquier atisbo melodramático al uso. Nada de pasiones almibaradas, sentimentalismos épicos ni lacrimógenos soliloquios. La anti-heroína (una excelente Judith Chemla) se enfrenta a su devenir con la abnegación y sacrificio que se le suponía a una mujer de su época, sumida en el conservadurismo, el qué dirán y el miedo a la soledad, y se deja caer por el precipicio del sufrimiento casi sin poner ningún remedio para amortiguar el desastre. Es entonces cuando Brizé la apresa entre los fotogramas del formato 4:3, la acorrala y la registra en maravillosos primeros planos pero con la distancia y frialdad de un documental. El arco de transformación de las miradas de la actriz francesa se convierte en un espectáculo estremecedor.
Lo más interesante de El jardín de Jeannette (Une vie), una hermosa y aséptica aproximación a la tragedia de personajes femeninos, es el uso del tiempo en su estrategia de contraste belleza/decadencia. Como esa madre de la protagonista que se recrea en viejas y amarillentas cartas, líneas de recuerdos que van hacia adelante y hacia atrás, la narración encuentra su punto fuerte cuando enfrenta en un espejo el reflejo deformado en el que nos acabaremos convirtiendo. Porque pese a lo fatídico y desesperanzado del viaje vital de esta dama, se abre en último término una pequeña ventana hacia la luz (¿o no?) con ese “la vida nunca es tan buena o tan mala como uno cree”.