Segunda –y última– parte de la mención honorífica a los underdogs del Festival de Sitges, aquellas películas que la crítica se saltó para ir a almorzar.
Morto Não Fala * * ½
Dennison Ramalho presentaba en Sitges su primer largometraje con una diatriba en la que advertía sobre la amenaza que supone Jair Bolsonaro, vencedor de las elecciones en Brasil, para los derechos y libertades de su país de origen. Este discurso sería, con diferencia, lo más terrorífico de la sesión. Vamos con Morto Não Fala, Tous les dieux du cien y Upgrade.
Morto Não Fala narra la historia de Stênio, trabajador del turno de noche en la morgue de una indefinida cuidad brasileña. Stênio cuenta con el don –o la condena– de poder hablar con los cadáveres que llegan a la morgue cada noche. El mal empleo de los secretos y confidencias que los muertos le confiesan desencadenará una maldición que pondrá en peligro no solo la vida de Stênio, sino también la de sus seres queridos.
Lo que podríamos considerar una premisa medianamente original se desmorona en su desarrollo cuando comprobamos la poca originalidad con la que los espíritus vienen a perturbar la vida de Stênio y los suyos: puertas que se abren solas, aparatos que se encienden sin un porqué, pintadas en rojo por las paredes de casa, posesiones en las que se pierde la cobertura por momentos, etc. Pareciera que los espectros han hecho un cursillo intensivo financiado por el ayuntamiento sobre cómo asustar con lo básico para salir del paso.
Si estas almas en pena están aún en prácticas, hay que decir que no lo hacen tan mal, aunque al público de Sitges, con un máster en estas lides, le sepa a muy poco.
Tous les Dieux du ciel * *
Simon vive aislado en una granja junto a su hermana Estelle, postrada en una silla de ruedas tras un grave accidente que tuvo lugar durante su infancia en el que estuvo involucrado su hermano. Simon es un ser meticuloso y excéntrico, fruto de la culpa que siente por los hechos que llevaron a su hermana al estado en el que se encuentra, desarrolla con los años una paranoia fijada en los posibles caminos desde los que liberar, a él y a su hermana, del confinamiento y el dolor, tanto físico como psicológico, que rige sus vidas.
Hasta aquí todo bien, si esto fuera un punto de partida, estaríamos expectantes ante lo que vendría a continuación. La cuestión es que no hay más. Sí, el dolor, la culpa, los caminos de la redención, la locura como punto límite, guay: dime. A pesar de la explicitud de sus temas, Quarxx –director y guionista–, se esfuerza por velar su película con un halo de misterio y hermetismo formal que quizá tan solo pretende distraernos de la vacuidad del fondo.
Alguna escena realmente inquietante y determinados personajes secundarios que despiertan cierto interés –un interés que parece más bien disuasorio–, entre los que destaca el interpretado por la jovencísima Zelie Rixhon, consiguen llevar al espectador hasta el final del camino sin que un colapso mental lo empuje a buscar desesperadamente la puerta de salida a tanto sufrimiento.
Upgrade * * * *
El director y guionista Leigh Whannell, criado en la cantera del terror, reconocido por ser el creador, junto a James Wan, de las sagas Saw e Insidious –de esta última dirigió la tercera entrega, en lo que sería su debut como director en solitario–, demuestra con Upgrade, su segundo largometraje, que también tiene un medido pulso para la acción.
Upgrade nos introduce, al más puro estilo Black Mirror, en un cercano futuro distópico totalmente entregado al avance tecnológico y la automatización indulgente de una sociedad que prefiere ignorar sus profundas desigualdades e injusticias internas. Este es el marco –y se queda en simple marco, pues nunca llegamos a conocer el trasfondo real, sino únicamente lo que se nos muestra a simple vista– en el que se mueve Grey Trace –interpretado por un Logan Marshall-Green cuyo derroche de carisma por momentos nos hace olvidar cuánto se parece a Tom Hardy–, un hombre que decide someterse a la inserción de un chip experimental en la columna vertebral para poder volver a caminar y, lo más importante, llevar a cabo su venganza.
La fiesta comienza cuando el chip toma el control total de los movimientos de Trace, convirtiéndolo en una máquina de matar –chiste no intencionado–. Mención destacada merece la genial solución con la que Leigh Whannell traduce en términos visuales el control del chip sobre el cuerpo de Trace en las escenas de acción: los movimientos de cámara –sincronizados con los del actor– pasan a ser artificiosamente mecánicos, precisos, fríos incluso; como medidos al milímetro por un algoritmo con escaso margen de error.
Por supuesto, para entonces se ha perdido todo el aroma inicial que nos anticipaba un sesudo y reflexivo discurso al estilo Black Mirror. Las ideas sugerentes, la verosimilitud narrativa y la construcción de un mundo complejo y cohesionado quedan relegadas en favor de la emoción pura y genuina. Un deleite de momentos para el aplauso más sincero y primitivo que le sirvió en bandeja el Gran Premio del Público.